Hace tres años, Chile fue capturado por la violencia e insurrección producto de las revueltas del 18-O, con imágenes que no dejaron a nadie indiferente. Si bien se presenció una ciudadanía que se movió transversalmente a las calles, también se observaron disímiles actores que levantaban nuevas expresiones de conflictividades, las que generaron una profunda grieta entre los chilenos.
Hace tres años, también, la institucionalidad en su totalidad estaba en jaque. Por ello, ante una insurgencia incesante, con la amenaza de una insurrección que escalaba a niveles dramáticos, el expresidente Sebastián Piñera junto a líderes de todos los sectores políticos, firmaron el Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución la madrugada del 15 de noviembre de 2019. No obstante, a pesar de que se abrió el proceso constituyente —rechazado contundentemente el 4 de septiembre pasado—, Chile no ha logrado volver a la paz y normalidad previa a octubre de 2019 que fue prometida en este pacto.
Tres años lleva Chile en un proceso político que aún sigue en curso, en el que se disputan las visiones sobre persona, sociedad y Estado desde miradas tan antagónicas que no logran dialogar en una gramática común. Por ello, el presente artículo, a diferencia de los anteriores, busca presentar una mirada reflexiva del Chile actual.
Pues, si bien el análisis de los distintos acontecimientos nos sirven de termómetro coyuntural, también es necesario detenerse y mirar lo transcurrido para abordar los fenómenos de manera reposada y recordar cuáles son sus horizontes, para comprender que el actual escenario chileno se ha articulado tramposamente.
Distintos sondeos de opinión, previos al 18 de octubre de 2019, sostenían que escribir una nueva Constitución no era una prioridad para los chilenos. De hecho, las demandas más relevantes, para ese entonces, eran las pensiones, el aumento del costo de vida (a propósito del aumento de 30 pesos chilenos en el pasaje del transporte público (apenas unos 0,03 euros), mejorar el acceso a la salud y la educación. Mientras que el Congreso, la entonces oposición (ex Nueva Mayoría y Frente Amplio) como también el sistema de partidos políticos en general, los Tribunales de Justicia y Fiscalía eran las instituciones peor evaluadas por los chilenos.
De hecho, según la encuesta Cadem del 6 de octubre de 2019, las instituciones mejores evaluadas por la ciudadanía eran la Policía de Investigaciones (PDI) con un 80% de aprobación, el Registro Civil (77%), la Armada/Marina (66%), y la policía chilena, Carabineros (61%) —instituciones que fueron víctimas por la opinión pública en la revuelta—.
Igualmente, para las semanas previas al 18-O no se encontraba la demanda de un cambio constitucional aunque, desde luego, las izquierdas han empujado esta agenda desde mucho antes de la insurrección. Un ejemplo lo tenemos con el sociólogo Tomás Moulian, quien escribió el libro “Chile actual: anatomía de un mito” en 1997.
Con una aguda hermenéutica, empujó la idea de la deconstrucción de la institucionalidad chilena. Es más, ya en esa época él había criticado que el sistema educativo se sustentaría en el mercado (adelantándose o, quizás, impulsando los discursos de las movilizaciones estudiantiles de 2011) y que la Constitución estableció un modelo que genera malestares. Desde luego, posteriormente aparecieron varias figuras izquierdistas que continuaron con tesis similares, como Fernando Atria y Alberto Mayol.
No obstante, y a pesar de lo anterior, la realidad es que el “modelo chileno” ha generado grandes avances que se han manifestado tanto cuantitativa como cualitativamente en la vida de los chilenos. La pobreza ha disminuido drásticamente desde 1990, ya que según los datos de la Encuesta Casen, para dicho año 68,5% de los chilenos se encontraban en esta situación; para el 2000 se redujo al 37,6% y para el 2017 disminuyó a 8,6% (todas estas cifras están actualizadas a la nueva metodología de Casen).
Sin embargo, con la incertidumbre que se instaló desde el 18-O, es probable que esta tendencia se haya detenido y hasta revertido, pues, entre el presente mes y enero de 2023, se está realizando una nueva medición de Casen del Chile actual.
Igualmente, se ha demostrado empíricamente que el “modelo chileno” ha sido exitoso con los buenos índices de escolaridad; que la desnutrición infantil y analfabetismo han sido superados; las matrículas en educación superior han aumentado contundentemente en las últimas décadas —y las mujeres superan ya a los varones en dicho nivel—; como también en el aumento de esperanza de vida.
Asimismo, la confirmación de que los chilenos sienten que están mejor que sus padres, constata que los pilares institucionales han sido exitosos, siendo un referente para los países del vecindario latinoamericano. Esto no implica desconocer que existían situaciones que se debían corregir y mejorar, pero tampoco supone un argumento para refundarlo todo.
Con todo, el 18-O instaló una profunda grieta y nos alejó del sendero del progreso. Dividió a los chilenos, a familias y amigos, porque se instalaron falsos antagonismos mientras se consolidaba un círculo vicioso en la institucionalidad, con medidas populistas como los retiros anticipados de las pensiones aprovechándose de la pandemia.
De hecho, objetivamente el Chile actual no está mejor que el de hace tres años. Así lo develó la encuesta Cadem del 18 de octubre del presente año, que demostró que estamos peor en todas las dimensiones y que no se ha avanzado en nada. Es más, los chilenos están demandando no solo las problemáticas previas al 18-O, sino que se han sumado otras: la inflación; la inmigración irregular descontrolada; el aumento de la violencia asociada a la delincuencia y el narcotráfico (han llegado carteles que jamás habían pisado tierra chilena); y una insurrección desatada en La Araucanía (que ha escalado dramáticamente con el pasar de los años).
A lo anterior hay que agregar los ánimos canceladores, la cultura “woke” o progresista, que asume la deconstrucción como una estrategia para modificar el sentido común, buscando aprovecharse de los más vulnerables como los niños con iniciativas como la Educación Sexual Integral (ESI), y desconoce la dignidad de la persona humana con el aborto, la eutanasia, o poniendo al ser humano al mismo nivel que los animales y la naturaleza, tal como quedó consagrado en la propuesta de nueva Constitución rechazada en septiembre.
En suma, la polarización y la violencia continúan en el país. Los grupos insurreccionales como los “overoles blancos”, los ataques en La Araucanía, los homicidios por la delincuencia desatada son la nueva normalidad. Por ello, es dable afirmar que la paz prometida en el Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución nunca llegó a pesar de que se abrió un proceso constituyente.
Aquí, conviene detenerse brevemente. Porque si bien los chilenos aprobaron la redacción de una nueva Constitución en el plebiscito de entrada (octubre 2020), con una lectura reposada es posible desvelar que fue una respuesta ciudadana, a una idea ficticia que presentó la institucionalidad, para detener la insurrección desatada a lo largo del país.
Igualmente, fue un error de los actores políticos tratar de negociar con una insurrección molecular porque estaban bajo asedio; por tanto, no tenían capacidad de negociar —lo que quedó demostrado con el desarrollo de la ex Convención Constitucional—. Desde luego, se abrieron a un proceso que ni siquiera era una demanda ciudadana en ese entonces si no, más bien, una agenda política de los viudos de la Unidad Popular de Salvador Allende.
Lo anterior no es baladí. El próximo año se cumplen 50 años del Pronunciamiento Militar, gestión que liberó a Chile del yugo marxista-leninista, de la instauración de la dictadura del proletariado. Un clivaje de Guerra Fría, claro, pero uno que sigue vigente en la sociedad chilena. Estos fantasmas han estado recorriendo Chile y estuvieron cerca de lograr su cometido, pero fueron frenados por la voluntad de los chilenos con el Rechazo a la propuesta de Constitución.
Empero, el actual gobierno frenteamplista no se rinde fácilmente, ya que el presidente Gabriel Boric tiene en curso dos reformas que buscan desmantelar los pilares institucionales: la reforma tributaria y la de pensiones.
En definitiva, desde hace tres años Chile está retrocediendo en todo lo avanzado las últimas décadas. Y por sesgos ideológicos, las izquierdas no quieren reconocer que el proceso político en curso es dañino para el país y el tejido social.
Por su parte, las figuras políticas del centro, independientes y algunas de las derechas que insisten en continuar con el proceso constituyente deben abocarse a las urgencias pendientes y a las nuevas, no a maniobras políticas. Si quieren negociar, que sea a favor de los chilenos y no de los réditos políticos-electorales propios.
Además, que las derechas entren en discusiones del “Estado social de derechos” es una trampa, ya que es jugar en la cancha semiótica de las izquierdas, es decir, se comienza perdiendo. Finalmente, el Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución ha sido una pantomima, ya que abrió todo tipo de escenarios anómicos, alejándonos de la promesa de un orden institucional y la deseada paz.