Marx es el padre del odio. Del resentimiento social. El marxismo clásico, la vieja escuela, tenía como objetivo militar-revolucionario la muerte de los burgueses propietarios de fábricas, de los oligarcas, para implantar una dictadura del proletariado. Pero tras la caída del muro de Berlín, quedó claro para ellos que eso no era suficiente para acabar con las estructuras sociales de “opresión”.
Así, el marxismo posmoderno —mejor expresado en la actual revolución cultural neo-maoísta, sobre todo en Estados Unidos—, traslada su guerra al territorio de lo civil, y usa y usará cualquier herramienta para derruir todo lo que históricamente ha sido valioso en nuestra civilización occidental, en la cristiandad.
El marxismo posmoderno tiene muy claro que su triunfo final sólo sería posible sobre las cenizas de la Iglesia católica y las protestantes, sobre las ruinas de la propiedad privada, del matrimonio natural, de la paternidad y maternidad responsables, de la heterosexualidad, de la niñez inocente, de los derechos humanos, y de la libertad de expresión.
La revolución cultural neo-maoísta crea series para plataformas de TV por streaming en las que se promueve poderosamente la erotización de la niñez y su transexualidad.
¿Por qué? Necesitan –empezando desde la infancia– crear generaciones de personas que en sí mismas sean un ícono contrario a la familia natural. Y no sólo eso, sino a los valores cristianos, a todo pensamiento religioso, y a Dios.
¿Cómo es eso? Bajo una hermenéutica filosófica, un transexual es una persona que no puede formar una familia natural, porque no es un varón que pueda procrear, ni tampoco es una mujer biológica que pueda dar a luz.
De esta manera, el progresismo ha encontrado un ícono perfecto que derruye el concepto de la familia tradicional. Políticas públicas en Estados Unidos nacidas del Partido Demócrata –esos liberprogres trasnochados– han llevado a los transexuales al mundo de los deportes, donde las mujeres biológicas han lamentado lo disparejo de competir contra ellos. Lo mismo, en el campo de los concursos de belleza.
El transexualismo al final del día impone la voluntad del ser humano por encima de la naturaleza, de la biología y de Dios. Ya no importa nada de eso, el hombre es el dios de sí mismo: he aquí la resaca de la Ilustración y la Revolución Francesa, y su liberalismo ahora hiper individualista.
El capricho del ser humano hoy se sitúa arriba de todo y es cobijado por políticos progresistas que sólo piensan en ganar votos para acumular poder y control social. Es el lado satánico de la posmodernidad. Del marxismo posmoderno. Es el “haz tu voluntad: será toda la ley”, del Thelema del luciferino Aleister Crowley; es la filosofía del ultra individualismo de la abortista Ayn Rand retomada por el fundador de la Iglesia de Satán, Anton Lavey: es la destrucción del Bien Común y la Doctrina Social de la Iglesia.
El marxismo posmoderno, la revolución cultural neo maoísta, en todos los frentes impulsa asimismo la normalización y legalización del despedazamiento de bebés en gestación —el aborto—, y anuncia la homosexualización y las decenas de géneros “a la carta”, como la nueva normalidad.
Con esto también ataca la solidez de la identidad personal de los jóvenes desde temprana edad, abriendo campo para “identidades fluidas” –lo que preconfiguró Zigmunt Bauman con su concepto de liquidez de la sociedad posmoderna–, pero que causa estragos psicoemocionales y sociales.
Quieren una sociedad con individuos sin lazos estables, incapaces de generar redes de protección y lucha, quieren una sociedad hincada y vulnerable: tal es el ideal de toda dictadura, en este caso, de una globalista.
La transexualidad ocupa ya incluso un cargo público relevante en la Subsecretaría de Salud del gobierno de Estados Unidos con Rachel Lavine. No es un nombramiento, sino una declaración de principios: Lavine no va a fomentar el combate al aborto, ni los valores tradicionales, ni la familia natural, ni identidades sólidas, porque es un ícono que en sí contradice todos esos conceptos.
El marxismo posmoderno en connivencia con el Big Tech favorece a “influencers” en redes sociales que se burlan del cristianismo, y están seguros de que el aborto es un “derecho de la mujer”, y que “derecho de salud reproductiva” es sinónimo de abortar.
Este marxismo pudre la cultura y propicia una juventud degenerada que vive con la aberrante idea de que el socialismo progresista es “la onda”, el socialismo cool es estar a la moda.
Las empresas del Big Tech con sus normas comunitarias son una vertiente más de la revolución cultural neo-maoísta, al practicar una “limpia” de todo aquel que piense distinto de su progresismo “oficial”, y los conservadores sufren las consecuencias todos los días. Hay que mudarse ya a GETTR.
Otra línea de la revolución cultural neomaoísta es la Teoría Crítica de la Raza (CRT), que busca deconstruir a la raza blanca y toda su rica herencia cultural, para imponer uno de los nuevos supremacismos socialistas, el de la raza negra.
En países de América Latina, el supremacismo que se impulsa es el indigenista. Y en Europa, sobre todo, el islamista radical. Los tres coinciden en encarnar la “venganza” de quienes supuestamente fueron los “oprimidos” de la historia: he ahí la mano del padre del odio y el resentimiento social, Karl Marx.
Presentar el consumo de drogas como atractivo, por supuesto, es un camino más para destruir a los jóvenes y aumentar el control político sobre ellos, pero al mismo tiempo cobrar por debajo de la mesa en el gran negocio del narco y su marketing. Cientos de películas y series de streaming lo hacen todos los días.
Los nuevos supremacismos neomaoístas no se limitan a los tres mencionados, sino, como hemos escrito antes, incluyen el supremacismo feminista, y el supremacismo de la agenda gay.
Al final del día, el marxismo posmoderno logra dividir y segmentar en extremo a la población al crear identidades de furiosos pequeños grupos, que son incapaces de pensarse dentro de una sociedad, y luchar por el bien común.
Lo peor es que tras ese hiperindividualismo va implícita la eliminación de todo sentido de trascendencia de la vida, que se remplaza por la racionalidad instrumental del “vive aquí y ahora”, según el cual todas las personas son sólo un medio, nadie es un fin.
Desde un fondo ateo y anticristiano, todas las militancias del marxismo posmoderno son sustitutos aberrantes de la religión: sus fanáticos encuentran en sus causas el sentido a sus vidas y elevan a nivel sagrado al Estado, a la orientación sexual, el género, o la raza.
El extremo individualismo fomentado por la explosión de las microcausas marxistas es de facto el fracaso de la integración social: genera compartimentalismo, la imposibilidad de pensar en unidad, en verdadera comunidad.
El individualismo que tanto aplaude el liberalismo y secunda el progresismo, prioriza su pertenencia a un pequeño “colectivo” por encima del patriotismo.
El ciudadano segregado del todo, vive soledad y depresión, pero sobre todo, facilita la ingeniería social para manipular al individuo dócil y vulnerable.
Si a ese contexto sumamos la hipertecnologización y la inteligencia artificial, el camino a una sociedad cyborg y al transhumanismo planteado por Yuval Noah Harari se ve alfombrado.
En tanto, en América Latina la realidad social está paralizada en no pocos lugares con el marxismo de la vieja escuela. A juzgar por sus resultados históricos, cuando es gobierno, significa siempre la existencia de una élite en el poder, que vive con todos los lujos y privilegios, y el resto de la población, sufriendo miseria y persecución política.
Es el caso de Cuba, con los Castro y su parentela y amigos, gozando del dinero público, y los cubanos sin comida, medicamentos, transporte, empleo bien remunerado ni oportunidades.
Lo mismo en Venezuela y en Nicaragua, una casta de gobernantes con propiedades y cuentas millonarias escondidas en paraísos fiscales, y el común de los mortales pasando fuertes privaciones.
El marxismo pretendía la igualdad, y la logra cuando todos están ahogados en la miseria, menos los dictadores que, por supuesto, no representan a nadie, y en su sano juicio nadie votaría por ellos.
Ante la gravedad de la situación, existe la imperiosa necesidad de unificar a las derechas a nivel continental. Las izquierdas ya tienen su Foro de Sao Paulo y su Grupo de Puebla, y ahora también buscan usar a la CELAC como una franquicia más del comunismo internacionalista con la bendición de China.
Como primero paso, se necesita que Donald Trump y su partido ganen las elecciones intermedias de 2022 en Estados Unidos. Pero sobre todo las presidenciales de 2024.
Su proyecto rebasa por mucho a su país: es un referente geopolítico a nivel continental. Trump es la cabeza de la derecha internacional, en defensa de la vida, de la familia tradicional, de la libertad de expresión y de religión, y la lucha contra el aborto, la cultura de la cancelación, y los nuevos supremacismos socialistas del marxismo posmoderno.
Vienen las elecciones en Chile el 21 de noviembre del año que corre. Y el próximo año las hay en Colombia —el 29 de mayo—, y en Brasil —el 2 de octubre—. Tres países donde es muy importante que gane el conservadurismo, la derecha, que tiene grandes posibilidades.
En tanto, es imprescindible multiplicar los foros donde reunir a las derechas continentales. Por ahora, el CPAC estadounidense es una de los más fuertes ejercicios de cohesión. Acaba de tener lugar en Brasil, en los días previos a las manifestaciones de millones de personas en todas las ciudades, a favor de Bolsonaro. Las encuestas brasileñas mienten descaradamente, cuando las protestas del 12 de septiembre, a favor de Lula da Silva, no reunieron más que a un puñado de socialistas.
La Carta de Madrid es también un fuerte elemento de reunión. La han firmado personas de toda la Iberosfera, o mundo de habla hispana. Pero aún hay mucho trabajo que hacer, como reunir las agrupaciones provida, y aquellas que defienden a los valores tradicionales de Occidente, como el Movimiento Cristiano Conservador Latinoamericano, fundado en Brasil, pero que se expande por todo el continente.
Fuente: PanamPost