ESPERANZA RUIZ,
Si todavía no han escuchado los veinte segundos con los que la neoyorkina Megan Boni «ha revolucionado las redes», actúen como si fueran la tripulación de una nave camino a Ítaca acercándose a la Isla de las Sirenas. Su reciente éxito viral es el nuevo Baby Shark; parasita el cerebro y ya no habrá nada que podamos hacer por usted. Caso de que esta advertencia les llegue tarde, al menos leerán las siguientes doce palabras tarareando: I’m looking for a man in finance, Trust fund, 6’ 5’’, blue eyes.
En cristiano, la joven estaría a la caza de un hombre que trabaje en finanzas, beneficiario de un fideicomiso, que mida metronoventaycinco y tenga ojos azules.
Según explica la autora, su intención era satirizar lo que ella llama la «fatiga de las apps de citas» y a sus devastadas usuarias: mujeres solteras atrapadas en una búsqueda sin fin. En yanqui: the rat race. Si la cosa no acaba nunca es, cuenta Megan, por las expectativas irrealistas de la mayoría que ella describe en la cancioncilla.
Sin embargo, todos sabemos que detrás de una broma se esconde una verdad que cuesta confesar. En mi opinión, la cantante-por-sorpresa yerra el tiro al buscar un finance bro. Los jóvenes con ciertas capacidades ya no se inclinan tanto como antes hacia carreras técnicas, prefieren los trabajos del sector terciario —por ejemplo, hacer dinero del dinero— cuya remuneración se dispara tras la desregulación en la era Reagan. Tareas, en fin, de escaso valor añadido que, según el sociólogo Emmanuel Todd, constituyen una de las causas del declive occidental. En cualquier caso, decía, se entiende el concepto. Y, donde creemos que hay una chica que quiere un novio forrado y que esté bueno, tenemos un atavismo. Parece que Megan está pensando más en un hombre proveedor y en unos buenos genes que en empoderarse y ganar ella la pasta rompiendo el techo de cristal gracias al feminismo. No sé cuántas olas llevamos ya —¿cuarta, quinta?— para volver a lo de siempre.
El asunto tiene una interrelación interesante con el tema del momento: la irrupción del fenómeno Traditional Wives (Esposas Tradicionales) en el debate público. Hablamos de un regreso de la mujer a casa para ocuparse de la crianza de la prole y del hogar. Presentado con una estética atractiva, este escenario devolvería a los hombres su papel de abastecedores y protectores de la familia y a las mujeres el de los cuidados y la educación. Traer el pan a casa y llenarla de ternura, sin que aquello se convierta en un campo minado por los egos y la inseguridad, sino en un proyecto bien engrasado.
De manera análoga, están proliferando vídeos en redes sociales en los que chicas jóvenes descuidadas y llorosas —«llevadas por la vida»— declaran que, si tuvieran delante a la primera mujer que abogó por el derecho de sus congéneres a trabajar, le dirían que se «callara la puta boca».
Si bien es cierto que al feminismo se le está poniendo cara de timo, no lo es menos que éste es tan solo el brazo tonto del reinado plutocrático mundial. Y, como todos los tontos, son un coñazo. De todas formas, a ver quién les explica a esas minitas que la incorporación de la mujer al mercado laboral no pretendía liberarlas de nada sino, fundamentalmente, bajar los salarios para aumentar el beneficio, ganar consumidores y socavar a la familia.
Lejos de una supuesta contraofensiva conservadora y repudiando al creador de contenido de redes sociales que simula un estilo de vida para hacer caja, existen, todavía, hombres y mujeres que se colman en la complementariedad. Que reconocen la libertad en la entrega. Quedan señoras que se respetan y se saben amadas; que se cuidan y embellecen porque respetan y aman a sus maridos. La ingeniería social no alcanza más que a dejar maltrecha a la naturaleza humana, que se sigue buscando en el otro con una fuerza estragadora. Existe una unión que nos hace indestructibles ante los envites de la vida, que requiere sacrificio y que devuelve la mayor felicidad que vamos a conocer. No hay nada comparable a un vínculo honesto, sólido, a habitar una casa encendida. El mismo valor, distintas fortalezas que hacen que la existencia sea una jodida maravilla.