ITXU DÍAZ,
Al pie de la ría de mis rías. Bochorno cantábrico, sal, y cielo ceniza envejecida. Por babor transitan pequeños veleros, blancos y azules, regata de calma y disfrute. No hay viento para más. Levantan algún pez cansado los críos en el muelle, y un abuelo, enrojecida la piel, aguardiente y siestas al sol, se acaricia la barba con la mirada perdida hacia donde nace el Eo, acodado en el muro de la escollera, junto a la lonja, creo haberlo visto desde niño en el mismo lugar. Tal vez sea su hijo. Los rituales de la contemplación también son hereditarios.
En los barcos, parejas, lobos solitarios, y familias grandes. Amalgama de acentos. La brisa, extrañamente tímida para estos lares, trae las voces de mil colores de la España grande, la España libre y unida. Asturiano, madrileño, algún gallego de entreaguas, aquí donde el dulzor cantarín de las galicias se hermana con los ecos astures, cadencia singularísima en el hablar.
Disfrutan los niños correteando de la proa a la popa, juegan a piratas, incluso han alzado la Jolly Roger, y amenazan con abordar a otros veleros. Medita el rumbo el patrón, ajeno al trajín y al juego; está difícil navegar entre tantas velas.
En el rincón de todos los veranos el tiempo no ha pasado, pero yo sí. Hoy sé que la batalla de las canas no es peor que la de las ganas. Envejecer es ver temblar la ilusión y abrazar algunos días el bostezo como máxima expectativa de solaz y descanso. Cambiar, supongo, la acción por la meditación. Hacer poesía de las migajas de prosa sencilla que se va olvidando la vida por sus pliegues.
Qué lejana se ve desde aquí la gran ciudad, la España en traje y corbata o la de los calores extremos. La del lujo masificado de la costa, la del turismo de cerveza, chanclas y calcetines blancos, la del ronroneo nacionalista en los papeles, con sus tiras y aflojas, y su tedioso ombliguismo. Qué lejana y qué ajena se vuelve la inmensa actualidad cuando acaricio con la punta de los dedos el mar que me conoció al fin de otro siglo, cuando nada nos importaba nada.
Están terminando otro barco en el astillero. Tan rojo que parece una gota de sangre en la costa asturiana de la ría. Tan grande que tapa la mitad del pueblo que lo escolta, Figueras. Escucho la voz monótona del tipo de la barca de pasaje, contando a los turistas al recorrer la eslora del buque en ciernes: «Éste está casi terminado, va para Noruega, para el salmón». Repetitiva cantinela que el visitante agradece con exclamaciones de asombro cada hora, cuando los veinte se bajan y otros veinte se suben y vuelve el barco a recorrer las cuatro esquinas de la acuarela marinera ribadense.
No hace tanto vi como botaban uno de esos gigantes en el repunte de la pleamar. Llenísima marea viva de septiembre. Al grito de una sirena y suelto de todo freno, el inmenso barco se desliza sobre los raíles a creciente velocidad hasta besar por vez primera las aguas. El gran chillido de los hierros, la tos metálica y colosal de los errajes, la inmensa ola que desaloja cruza majestuosa la calmada ría, y resuenan al instante los aplausos de los que curiosean la hazaña desde los muelles. Todo ocurre en un par de segundos. El trabajo de muchos meses se va a pique en un momento, si no sale bien, pero siempre sale bien. Además, en realidad, no está terminado. Se parece a las inauguraciones de los políticos en campaña electoral. Se corta la cinta, sí, pero aún le quedan meses de retoques en el mar. Sin embargo, hay algo de despedida solemne, de mayoría de edad, en el instante de botar a la ría uno de estos grandes buques recién construidos.
En un rato, cuando se desmaye la tarde, prenderán los fanales del puerto y el gris desnudo de la piedra y el cemento se teñirá de un ocre llameante, la hilera de velas hará cola para alcanzar sus amarras, y las hileras de turistas circularán como hormigas hacia los restaurantes a festejar en la mesa las delicias gallegas. En un rato, la barandilla de los pescadores se quedará desnuda, las aguas dejarán de exhibir los picos del zarandeo de la brisa, y asomará anónima la luna tras la maraña gris de las nubes. Será el relente, será la luz, será la soledad. El puerto de la entusiasta actividad agosteña se mostrará de nuevo como ayer, con sus sombras de los barcos amarilleadas, la negrura cósmica en el mar, los reflejos del pueblo como hileras de chispas estiradas hacia donde los canales, y la voz cantante la llevará el correteo del agua entre las rocas de los espigones, la danza marinera de un arroyo inmenso y salado, y la claqueta portuaria y metálica de los palos de los veleros.
Entonces durante un instante será hoy como ayer. La belleza, la esperanza, los sueños. Ni rastro del temblor de los teletipos y la histeria de la mensajería urgente. Y después de todo, el despertar del sueño entre las luces eléctricas de casa, sin remedio, un bofetón de serena melancolía.