Recuerdo de mi primera juventud: el director espiritual en el colegio mayor me calma algún escrúpulo de conciencia con una historieta. Un piadoso arriero tenía la costumbre de no beber agua cuando coronaba una penosa cuesta para ofrecer ese sacrificio a Dios. Cuando miraba al cielo del atardecer, veía que una estrella se encendía para corresponder desde el cielo a su mortificación. Pero hubo un día en que le acompañó su hijo pequeño, que le imitaba en todo. Pensó: «Si no bebo en la fuente, el niño no beberá y viene sediento». Bebió él, entre placenteros escrúpulos, y bebió el niño a boca llena, feliz. Cuando avergonzado alzó poco a poco la mirada, en vez de la estrella habitual, había dos, porque Dios premiaba más la misericordia que el sacrificio.
Años después descubrí que la historia la había contado José María Pemán, nada menos, o sea, que también tenía la legitimidad de origen, y se me redobló su brillo. Pero a mí me vino bien en su momento, incluso anónima, para pulir algunas rigideces en cuanto al cumplimiento de mis compromisos, capaces de hacerme pasar por encima de la caridad.
Celebrar una buena noticia por los pelos con un amigo que ha estado esperando lo peor unos meses horribles es hacer comunidad
Lo he recordado ahora porque tenía que escribir este artículo —en realidad, como ya habrán sospechado ustedes a estas alturas, tenía que escribir otro artículo—, pero un amigo se ha empeñado en que saliésemos a cenar. Yo, entre clases, preparar un examen y escribir el artículo de mañana, en realidad sólo tengo una oportunidad para escribirlo: hacerlo la noche de antes. Si la pierdo, es el desastre, el hundimiento. El problema de la cena de mi amigo es que no era porque tuviese un problema, que lo tuvo, sino para celebrar que se ve la luz al fondo del túnel. A una celebración así no se puede faltar.
Me he visto talmente como el del cuento de la fuente, pero bebiendo (en vez de agua cristalina) vino a raudales. Adiós a mi artículo político, pensé a la segunda o tercera o cuarta ronda, que ya había perdido la cuenta, como exige hacer siempre —perder la cuenta— desde la primera mi amiga Paula Fernández de Bobadilla, a la que pone muy nerviosa esta manía mía con la contabilidad etílica. Una o siete, no me estaba bebiendo sólo el tiempo de escribir la columna, sino el que tenía para informarme de qué barrabasada han hecho ahora los del Gobierno. Ni leía los periódicos ni repasaba Twitter ni escuchaba las tertulias de la radio ni siquiera rajábamos de política. Así no habría manera de escribir nada serio.
La comunidad exige tardes tontas en excelente compañía y brindis contra lo malo por todo lo alto
Sin embargo, que yo no escriba de política no quiere decir que ustedes no lean de política. Porque en este despistarme hay también una lección política más importante que comentar la penúltima metedura de pata de Irene Montero o el maquiavelismo mecánico de Pedro Sánchez. En el fondo, celebrar una buena noticia por los pelos con un amigo que ha estado esperando lo peor unos meses horribles es hacer comunidad, fortalecer lazos, apurar —chin, chin— y apuntalar la sociedad civil.
No podemos esperar que el compromiso político sea solamente hacer una cámara de ecos para las opiniones afines en prensa y en redes. La comunidad exige tardes tontas en excelente compañía y brindis contra lo malo por todo lo alto. Ea.
Cuando he llegado a casa un poco tarde y sin haber hecho la tarea, con la cierta sospecha de haber bebido —¡no sé cuántas, Paula!— a chorro de la fuente, he mirado al cielo, y he visto una doble ración de estrellas, más las chiribitas. Así que muy bien.
Y la semana que viene, cuando yo vuelva a hablar aquí de política con una cara muy seria, si usted tiene un compromiso familiar o de amistad, bien puede no leerse, en justa correspondencia, mi análisis sesudo. No sólo no se perderá nada de una importancia capital, sino que, cuando me mire de reojo, mientras sale, verá que yo le hago un doble guiño. España necesita, más que enésimos análisis minuciosos, sostener a cara de perro la vieja alegría de la amistad. Hay cosas muy hondas que la agitación superficial de la política al minuto no cambia. Como esta misma noche; y ya está.