Ricardo Ruiz de la Serna,
Ha bastado que Juan García Gallardo, vicepresidente de la Junta de Castilla y León, anunciase medidas a favor de la vida para que se desencadenase una tormenta política, periodística y social. Todo el progresismo, desde Podemos hasta el Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo, que se expresó por boca de Borja Sémper, criticó la batería de medidas provida, que incluyen dar a la madre la posibilidad de escuchar el latido fetal y acceder a la ecografía 4D del bebé.
Durante años, una formidable maquinaria propagandística ha tratado de convencer a las madres y a los padres de que aquello que la mujer lleva en su interior no es un ser humano, sino otra cosa: un amasijo de células, un futurible, un ente sin consciencia; en suma, un no humano. Así comienzan todas las matanzas: con la deshumanización de la víctima.
Aquí conviene detenerse un instante: para tratar de despojar de su humanidad al concebido no nacido, se han movilizado instancias académicas, científicas, políticas, culturales… Desde las agencias de las Naciones Unidas -la OMS, sin ir más lejos- hasta el Consejo de Europa, han tratado de presentar el aborto como un derecho, como una forma de la salud “sexual y reproductiva”, como algo inevitable que se debe permitir porque, de lo contrario, se hará clandestinamente… Aquel reportaje de 1976 titulado “Abortar en Londres”, que publicó el buque insignia de la prensa de izquierdas, era parte de una campaña para extender a España lo que ya se venía haciendo en otros países. A la vista están los resultados: una catástrofe demográfica, una crisis antropológica y un modelo de sociedad inhumano.
En efecto, el aborto es la forma más radical, pero no la única, de la inhumanidad que se esconde detrás del pretendido discurso progresista de libertades y derechos. La eutanasia, la eugenesia y otras tantas agresiones al ser humano se revisten de los mismos ropajes que la matanza de los inocentes en los vientres de sus madres. Este problema no se afronta con “políticas de gestión”, sino con valores y principios llevados a la política.
Por eso, es reconfortante encontrar a políticos que se atreven a alzarse contra la cultura de la muerte. Decía Albert Camus que un hombre rebelde es “un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento”. En realidad, la reacción que se está produciendo en todo el mundo contra la ideología “woke” parte de esa afirmación fundante. Desde la defensa de la vida hasta la reivindicación de la maternidad y la paternidad, millones de mujeres y de hombres se están dando cuenta de aquí hay algo que no funciona.
Sería un error creer que el abortismo como fenómeno cesará cuando pierdan el poder los partidos de izquierdas. La tibieza del Partido Popular a la hora de enfrentarse al aborto y erradicarlo no brota de la confusión ideológica, sino de la decisión consciente de asumir un discurso transversal que comparten todos los partidos progresistas: la Agenda 2030. La estrategia de ganar el poder con los votos de la derecha y gobernar para complacer a la izquierda es muy antigua. Tiene tantos años como la de acordarse de los votantes de derecha cuando llegan las elecciones y olvidarse de ellos el resto del tiempo.
Los abortistas, en fin, necesitan el ruido. Les hace falta gritar consignas. Necesitan aplaudir a los suyos y vociferar contra el resto. Les resulta imprescindible silenciar las voces discrepantes y acallarlas entre protestas escandalizadas.
La vida, en cambio, no necesita tanto jaleo para imponerse. Sólo precisa de unos segundos. Le es suficiente dejar que suene, en el silencio perfecto del seno materno, ese corazón palpitante. A la vida le basta un latido para abrirse paso. Por eso le tienen tanto miedo.