El 12 de diciembre fue el tercer sábado consecutivo de protestas en Guatemala. Un millar de personas se juntaron frente al Palacio Presidencial para reclamar la dimisión del presidente Alejandro Giammatei y una reforma profunda del sistema político del país. Pocos días antes (el 9 de diciembre), agrupaciones civiles y organizaciones indígenas y sociales bloquearon carreteras en distintas zonas del país en contra de “actos y resoluciones del Organismo Ejecutivo y Organismo Legislativo, que atropellan al pueblo de Guatemala”.
Las protestas iniciaron el 21 de noviembre (#21N) y se dirigían al Congreso tras el voto del presupuesto nacional. Y si bien este fue suspendido algunos días más tarde por el mismo presidente, la rabia ciudadana había sido encendida.
El Presupuesto de la República presentaba las prioridades del gobierno de Alejandro Giammatei para el año 2021. En un contexto de crisis sanitaria y de una acumulación de frustración social los manifestantes denunciaron tanto el aumento significativo del presupuesto (y la perspectiva de un endeudamiento mayor del Estado) como el débil compromiso del gobierno en materia de salud (a pesar de la crisis sanitaria), de derechos humanos y de educación.
Por otra parte, el presupuesto consolidaba las intervenciones estatales hacia sectores afectados por altas sospechas de corrupción, en particular el sector de obras e infraestructuras.
Sin embargo, lo que ha ocurrido desde el #21N no es solo una cuestión de “presupuesto”. La indignación guatemalteca, que se expresó de manera violenta con el incendio de una parte del Congreso, cuestiona profundamente el sistema político en su
conjunto.
No obstante, la ola del #21N tiene antecedentes fundamentales para entender lo que está en juego. Ese déja-vu remite a la “primavera guatemalteca” de abril 2015, protesta social sin precedentes desde la revolución de octubre 1944, que se desató en contra del presidente Otto Pérez Molina y su Vice-Presidenta, Roxana Baldetti, en reacción a sus vínculos con una red de corrupción transnacional. El caso, mejor conocido bajo el nombre La Línea, se refería a una red que operaba a través de la desviación de tasas de aduana.
De abril a septiembre de 2015, salieron a la calle miles de guatemaltecos de todas edades y sectores sociales. Por primera vez, la ciudadanía se manifestaba masivamente contra un sistema de corrupción que tocaba directamente la cumbre del Estado.
Las evidencias publicadas por el Ministerio Publico y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) que desataron la rabia social precipitaron la dimisión del presidente Otto Pérez Molina en septiembre 2015.
Esa “Primevera” era un primer acto de resistencia frente a una tendencia estructural y de largo plazo de captura del Estado guatemalteco por la elite política y/o económica del país. Pancartas como “se equivocaron de generación”, “fuera delincuentes disfrazados de gobernantes”, “estamos hartos de su mentira”, “guatemaltecos rompamos la cultura del
silencio” lo atestaban. Esa contestación impulsada por el movimiento #JusticiaYa agrupó sectores muy diversos de la sociedad bajo una misma prioridad: acabar con un sistema político articulado en torno a la corrupción. Ese precedente creó fisuras en la cultura de la impunidad consolidada entorno al Estado.
Las elecciones consecutivas de Jimmy Morales (2015) y de Alejandro Giammatei (2019) se pueden entender como intentos de transiciones por el Estado al focalizar la atención hacia el funcionamiento regular de las contiendas electorales para bajar la presión social. Sin embargo, el problema guatemalteco se sitúa lejos de la democracia electoral.
Sin ocultar nuevos casos y un nivel alto de protestación social durante la administración Morales (2015-2019), se intentó normalizar la vida político-institucional sobre un terreno inhóspito.
Más allá del asunto presupuestario, el nuevo “despertar guatemalteco” es producto de un proceso histórico de acumulación de frustración y exclusión sociales frente a un sistema político inoperante. Así como de un contexto inmediato caracterizado por un estado de crisis multi-sectorial (salud, ambiente, económico).
Al nivel electoral, se organizó en 2019 una elección general en un contexto de alta politización y judicialización del proceso electoral (anulación de candidaturas de Thelma Aldana, Zury Ríos y Edwin Escobar) y de bajísima calidad de la oferta electoral, haciendo eco a la debilidad estructural de los partidos políticos guatemaltecos. La elección se desarrolló sin canalización de las demandas sociales mayoritarias y hubo un declive masivo de la participación, 61,8% en la primera ronda y 42,7% en la segunda. Así, la disfuncionalidad de la democracia electoral en un contexto de altas demandas y
expectativas sociales era terreno fértil para que se desencadenara la rabia social.
El voto del presupuesto fue la gota que derramo el vaso y que transformó el hartazgo de la población en un nuevo ciclo de protestas, unas violentas (incendio del Congreso), unas pacificas (#5D para las manifestaciones del 5 de diciembre, y el #12D).
El hartazgo ciudadano ha favorecido una convergencia cada vez mayor de sectores sociales tradicionalmente independientes: asociaciones indígenas, empresas, universidades públicas y privadas y organizaciones de derechos humanos, etc.
Al nivel político-institucional, el #21N representa el hartazgo con un gobierno deslegitimizado por una gestión crítica de la pandemia y por una atención tardía hacia poblaciones afectadas por los huracanes Eta e Iota. Por otro lado, el poder legislativo sufre también de un importante descredito debido a la acumulación de asuntos de corrupción e instrumentalización de nombramientos de funcionarios (ver el caso reciente de magistrados a la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Apelaciones).
En este marco, las protestes revelaron fracturas en las élites, con una ruptura política profunda entre el presidente Giammatei y su Vice-presidente Guillermo Castillo, quien propuso de inmediato una dimisión conjunta frente a la ola de protestas “por el bien del país”. Este, además cuestionó la invocación de la Carta Democrática Interamericana (de
la Organización de Estados Americanos, OEA) por parte del presidente.
Con la declaración de la Procuraduría de los Derechos humanos de que durante las protestas del #21N ocurrieron violaciones de derechos humanos, el sistema político guatemalteco parece aún más debilitado. Día a día el gobierno demuestra incapacidad para proteger tanto a las personas como el territorio, y para ejercer de manera legítima su soberanía. Y la disfuncional democracia guatemalteca se enfrenta a cada vez mayores exigencias ciudadanas y sociales.
A fin de cuentas, como en el caso chileno, queda claro que no se trata de una indignación puntual ya que las voces se alzan ahora por un cambio profundo del sistema político.
Unos reclaman un cambio del funcionamiento electoral con una reforma de la Ley Electoral y de Partidos Políticos para lograr una verdadera representación política.
Otros reclaman cambios más profundos a través de una reforma de la Constitución (la
Constitución vigente data del 1985).
No se puede anticipar ni vislumbrar el futuro de esas protestas, pero si podemos decir que estas se inscriben en una trayectoria ascendente de demandas ciudadanas y sociales frente a un Estado colapsado. Indudablemente, la democracia guatemalteca se encuentra en una encrucijada.
Fuente: El Universo