sábado, noviembre 23, 2024
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Un repaso a la historia reciente del peronismo y la perspectiva para las elecciones de 2023

Cuando en 2001 el estallido social hundió a la República Argentina en una de las depresiones económicas más importantes de su historia, la falta de clase dirigente agravó la crisis. El peronismo salió a buscar candidato presidencial; con el síndrome de Estocolmo a cuestas, delegó esa faena en Eduardo Duhalde, uno de los artífices de ese descalabro. Tras varias defecciones, Néstor Kirchner, un ignoto político del sur argentino, aceptó el convite y se erigió en el candidato que disputaría con Carlos Menem, otro peronista, el sillón presidencial.

Un poquito de historia. Durante la década anterior habíamos transitado lo que el público conoce como «la fiesta menemista», esos años de jolgorio económico donde la gente común viajaba a Disney bajo el slogan de «deme dos». Los argentinos se reconocían por el mundo pues compraban lo que fuera; los favorecía la convertibilidad del peso con el dólar conocida como el «uno a uno» (un peso valía un dólar). Por su parte, las corporaciones política, sindical y empresaria se dedicaban a actividades no menos amigables y ciertamente lucrativas. Pero la realidad se impuso: un gasto público estrafalario apalancado con deuda externa, negociaciones por lo menos deficientes en la venta de las empresas públicas y una política sin planificación y desprecio por el largo plazo, derrumbó como un castillo de naipes esa ilusión vivida de haber saltado del tercer mundo al primero sin esfuerzo y sin escalas.

Pobres y enfrentados, hubo que seguir. Los mismos que habían admirado a Carlos Menem por el aparente up grade económico que había conseguido darle al país, no repararon en el vuelco institucional que había acompañado aquel despilfarro. Más que un vuelco, podría ser gráfico decir que se había puesto las instituciones de sombrero con el aval, por omisión, de la sociedad, distraída entre las compras en Miami y las inauguraciones fastuosas a las que asistían, organizadas por las marcas internacionales que desembarcaban en el país. Mientras tanto, la Suprema Corte de Justicia, salvo alguna honrosa excepción, era una cueva de amigos del poder, con operadores que respondían a diferentes intereses que poco y nada tenían que ver con la imparcialidad; todo lo contrario a lo que podría esperarse del máximo tribunal, un faro de objetividad y transparencia, un garante del deber ser.

Como broche de oro, sobrevino la intención del presidente Menem de quedarse. La maravillosa Constitución Nacional de 1853, la que hizo del país una potencia en cinco décadas, se lo impedía pero su carisma pudo más que la letra escrita de la ley. Pactó con Raúl Alfonsín, por entonces jefe de la Unión Cívica Radical, un reparto de favores que conformó a ambos y que implicó la reforma constitucional: la reelección presidencial para Menem versus la elección por voto popular del jefe de gobierno porteño (hasta entonces, elegido por el presidente de la república) y el invento del tercer senador.

Además de incrementar innecesariamente el ya obeso estado, ese tercer senador fue una trampa para los radicales; interpretaron que su participación en la estructura burocrática legislativa aumentaría; en lo inmediato así fue pero, con el tiempo, terminó no resultándoles favorable. Ellos supusieron que ese lugar les iba a corresponder en casi todos los distritos, aún en aquellos de fuerte presencia peronista. Pero, viejos lobos de mar, los peronistas inventaron la división de su propio partido y, desde entonces, se presentaron repartidos en varias listas con lo que ocuparon esos espacios por la mayoría y por la minoría. A los peronistas es difícil ganarles en «avivadas».

Cuando las luces del primer mundo empezaron a apagarse, el mismo público que le aplaudió a Menem hasta sus errores, se mostró indignado y repentinamente asqueado de la corrupción que, si bien era una maquinaria que funcionaba desde el comienzo de su gestión, la gente pareció descubrirla cuando dejó de viajar a Disney.

Al radicalismo aquella componenda le valió su virtual extinción por lo que solo quedaba el peronismo como opción electoral: sería Menem o Kirchner, el pupilo de Eduardo Duhalde. En ese momento se dio la aparición de Ricardo López Murphy, una propuesta de centro seria que venía a ofrecer un cambio. La gente se entusiasmó y su figura crecía. La intención de voto venía corriendo de atrás a los dos conocidos pero cada encuesta lo posicionaba mejor. De tercero lejos, pasó a acercarse peligrosamente y próximos a las elecciones, algunos consultores lo daban en segundo lugar y en los días previos al comicio, cabeza a cabeza con Menem, el puntero. Su público estaba conformado por liberales y ex menemistas desencantados. Esencialmente, López Murphy pescaba ahí, el que hoy se inclina por la formación de Mauricio Macri.

No hay que ser un agudo analista para colegir que este trasbasamiento de votos favorecía los planes de la dupla Duhalde-Kirchner, enemigos acérrimos de Carlos Menem. Por esas horas, era difícil hacerle entender al hombre común que López Murphy era, por supuesto, la mejor opción pero que Kirchner era la peor y que, como al candidato liberal le alcanzaría para llegar, votar por López Murphy significaba debilitar la oposición al kirchnerismo que, en es coyuntura, era el ex presidente Menem.

Así las cosas, con la euforia, la falta de estrategia para hacer valer el voto, la tremenda viveza del peronismo y el marketing pasó lo esperable. El voto contra el peor se dividió en dos y ganó Kirchner.

Toda esta larga introducción viene a cuento del proceso en marcha en la Argentina por estas horas porque las similitudes son espeluznantes. El público está harto del kirchnerismo y defraudado del macrismo pues los fracasos de ambos están a la vista. Las condiciones estaban dadas, como entonces, para la aparición de una tercera opción, y ocurrió: Javier Milei. En 2021, Milei se presentó en las elecciones parlamentarias de mitad de término en un solo distrito y su éxito al quedar tercero entusiasmó, a él antes que a nadie, ya que al poco tiempo de asumir como diputado ya manifestó su intención de ser candidato a presidente.

Los apoyos políticos con los que cuenta, si efectivamente los tiene, se mantienen en reserva. Sin embargo, los encuestadores empezaron su trabajo. Arrancó tercero con buena proyección, luego segundo y actualmente hay algunos osados que se animan a pronosticar su triunfo en las próximas elecciones presidenciales en un eventual ballotage. Así, sin candidato a vicepresidente, ni a gobernador de la provincia de Buenos Aires, sin jefe de gobierno, sin nombres que suenen para las listas de legisladores o para las gobernaciones de los 24 distritos que hay que cubrir.

Su encendido discurso roza el anarquismo. No quiere Banco Central pero también desprecia el rol del estado en la organización de la sociedad. Declaraciones polémicas sobre la libre venta de órganos humanos han hecho tambalear en algún momento su índice de intención de voto (no se sabe si cambiar de opinión) y hasta esbozó algunas opiniones que implicarían la modificación de la Constitución Nacional para borrar de su letra la tradición nacional de la religión católica apostólica romana. Menemista explícito, lleva demandados varios periodistas por sus dichos y recientemente ha declarado su intención de conformar una entente continental con Jair Bolsonaro para luchar contra la izquierda iberoamericana.

Esencialmente polémico, la euforia que provoca no se detiene en esos temas. El fanatismo de sus seguidores es fiel a su diatriba contra la clase política a la que ahora él pertenece y de la que el ciudadano está cansado y con razón.

Lo cierto es que parte del liberalismo y la población de centro, votante histórica del partido de Mauricio Macri, está fugando a las filas del libertario anarcocapitalista, que estaba tercero, luego segundo y en ascenso, para alegría del kirchnerismo, que observa desde la tribuna el nuevo conflicto de Juntos por el Cambio, su principal adversario, a quienes Milei ha definido recientemente como «un rejunte de miserables y arrastrados«, descalificación moral en términos tan duros que no ha dedicado ni al kirchnerismo más rancio.

Tercero, segundo, quizá primero. La oposición al kirchnerismo, dividida. Los peores, unidos.

Hay que esperar que no resulte cierta la afirmación de Hegel en cuanto a que la historia se repite dos veces; según Marx, la primera en forma de tragedia y la siguiente, como una burda farsa; porque de ser así en la Argentina donde el peronismo, sin lugar a duda ha sido la tragedia, el temor sería que esta opción que asoma representara su farsa.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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