El pasado veinte de noviembre fui al Valle de los Caídos por segunda vez en mi vida. Me acompañaba mi hijo menor, que tiene diez años y dos meses de efervescente existencia.
¡Calma, amigos, calma! No se disparen las sirenas de lo que Pablo Iglesias llamó en su día ‒el de las penúltimas elecciones andaluzas‒ «¡Alarma antifascista!». No caiga sobre mí el iracundo e inverecundo peso de la Ley de Memoria Democrática recientemente aprobada. No lo hice para festejar la fecha ni para rendir homenaje a quienes allí están o estaban enterrados. Lo hice porque era domingo, no había cole y quería enseñar aquello a mi hijo antes de que el sectarismo imperante lo desmantele por completo o lo declare res nullius, terra ignota y territorio off limits. Se trataba de una visita cultural, paisajística, naturalista ecologista, escultórica, arquitectónica y panteísta. Todo en orden, como se ve. Nada que objetar.
Lo hice porque era domingo, no había cole y quería enseñar aquello a mi hijo antes de que el sectarismo imperante lo desmantele por completo
El Valle de los Caídos, su orografía, su arboleda, su enorme cruz, que araña los cielos, y los ciclópeos monumentos levantados a su pie ‒la basílica, el monasterio, la hospedería, la cripta, la explanada‒ impresionan al más pintado. Aquello es como las Pirámides, como Chichén Itzá, como el Borobudur, como Angkor… Un recinto consagrado por la naturaleza, por la religión, por la tradición, por el respeto a los muertos y por el anima mundi.
Y por la memoria. La de verdad. La que no necesita adjetivos. La que no es ni democrática ni facha, ni histórica, ni prehistórica…
Y a mi hijo, en efecto, toda la escenografía citada le impresionó. Callaba, miraba y admiraba.
Pero vamos con la anécdota…
Estábamos paseando en respetuoso silencio por la cripta. Apenas había gente: no más de diez o doce personas. Era ya, más o menos, la una de la tarde. Las funciones religiosa habían terminado mucho antes.
Junto a la lápida que cubre el sepulcro de José Antonio vimos a un señor de mediana edad que alzó el brazo frente a ella con la palma de la mano extendida en diagonal, cara no tanto al sol cuanto a la bóveda, y dijo:
‒¡Presente!
No lo gritó. Lo susurró, casi como si rezara. Eso fue todo.
O no, porque en el acto, sin apenas solución de continuidad, aparecieron varios agentes de la Guardia Civil, lo apresaron y se lo llevaron.
Ése fue el instante en el que la anécdota, pues anécdota, sin duda, era, se transformó en categoría.
¿A tal extremo de totalitarismo, pensé yo, hemos llegado?
Pero no dije nada. Si lo hubiera dicho, quizá habría corrido la misma suerte.
¿Estado policial?