CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
Hay un cierto momento en la vida en que el ánimo parece declinar. Con su carga diaria de desvergüenza y absurdo, la realidad se nos manifiesta en los límites de lo tolerable. Las formas de la convivencia se revisten de una crudeza agresiva. Se interpreta el triunfo de los peores como el correlato inevitable de un estado general de desmantelamiento de las virtudes públicas. Uno sigue desenvolviéndose entre los hábitos más o menos apacibles de una vida rutinaria, atareado en sus afanes inmediatos, atento al cuidado de lo próximo. Pero hay, en medio de la regularidad de los días, un aire de podredumbre que insiste en hacerse presente.
Nuestros recursos menguan. La reserva de energías con que enfrentamos el agravamiento de los síntomas que minan la salud del cuerpo social acusa el peso de los años. Por el contrario, las fuerzas que abanderan la discordia exhiben una pujanza feroz. Su temeridad no parece que conozca límites. Sus voces resuenan con ese timbre de prepotencia que adorna a quienes, en política, encarnan el más peligroso de los instintos: el de aquellos cuyo éxito se expande en la exacta medida en que lo hace el resentimiento que son capaces de propagar. Una sociedad que asume tales parámetros es una sociedad sin pulso. Puede vocear y agitarse, pero es un ente sin vida genuina, una masa intoxicada de ideología, ciega a las evidencias de la realidad, programada para responder, sin un atisbo de reflexión, a los estímulos que un poder degradado le inocula.
En ausencia de un proyecto que busque el reforzamiento de los vínculos comunes, todo se reduce a un ansia ciega de dominio. Se consolida una clase dirigente en la que el cinismo, la capacidad de disimular las propias taras morales bajo una pose de benevolencia y falso sentido de la responsabilidad se valora por encima de toda virtud constructiva. Por otra parte, la acumulación de despropósitos suscita una curiosa sensación de abotargamiento. Se entra en una inercia de claudicación. Resignada, paulatina. No se trata de que nos resistamos a aceptar la existencia de los conflictos inherentes a la esfera de lo público, y para cuyo razonable ordenamiento el ser humano ideó ese prodigio que es el arte de la política. Se trata más bien del cansancio que comporta asistir pasivamente, como testigos impotentes de una esperpéntica representación, a esta especie de ruina planificada, a cada diaria estación de paso en un trayecto que, salvo a la constatación de un incesante deterioro, no conduce hacia ninguna parte.
¿Cómo entonces seguir adelante sin que un denso fluido de amargura envenene el don que representa cada día que se nos concede? En el contexto de una sociedad escindida, profundamente desvertebrada y presa de un humor sombrío, cunde la tentación del repliegue. Lograda, al cabo de un esfuerzo de años, una cierta posición segura y una relativa serenidad de ánimo, ¿no sería el momento del distanciamiento definitivo? ¿No haríamos mejor, a la manera del emboscado de Jünger, adentrándonos en la espesura de un retiro donde no nos alcance el estrépito del derrumbe y donde el obtuso parloteo de los ineptos no debilite las fibras de nuestra moral que todavía restan indemnes?
No se trata de cuestiones banales. Insisto: la tentación del exilio interior es acuciante. Aceptar la propia pequeñez, renunciar a la mínima vanidad que hay siempre detrás de cada línea con que uno se asoma a la actualidad del momento y parapetarse tras un silencio pétreo que sea en sí mismo un testimonio de desprecio y desacato hacia los artífices del presente: he ahí una escapatoria posible. Y, sin embargo, hay todavía motivos para resistirnos a ese recurso último. El principal de ellos es la conciencia del deber hacia las generaciones que nos precedieron y hacia aquellas otras que nos han de suceder. Mientras perviva en nosotros un mínimo sentido de la continuidad de la Historia, debemos insistir en la posibilidad de adecentar el paisaje, de dejar un mundo algo más saneado y luminoso a quienes vendrán tras nosotros. Por ellos, sin duda, pero también como medio de rendir honor a la memoria del esfuerzo de nuestros antepasados, que fueron los que sentaron los cimientos de la prosperidad material de la que hemos venido disfrutando hasta hoy y nos legaron el soporte ético de unos principios sobre los que hemos levantado nuestras vidas.
Debemos pues, dentro de los modestos límites que acotan nuestro radio de acción, hacer frente a la mentira y la estupidez rampantes. Resistirlas. Evitar sentirnos contaminados por ellas. No importa si se trata de una tarea destinada al fracaso. Como ha escrito Esteban Hernández: «El destino habitual, el de la mayoría de las personas es pelear y perder. Acaso nuestro papel en la vida no consista más que en colocar una piedra anónima en la pared, pero quizá una encima de otra acaben por dar forma a una casa«.
Porque eso precisamente es lo que, llegado el día, necesitarán nuestros hijos: una alternativa a la temible intemperie a la que parecen abocados; un refugio hecho de muros recios y certezas sólidas al que puedan llamar hogar.