Itxu Díaz,
Lo compartido es bello cuando es por amor. Compartir por obligación es, como mínimo, una incomodidad, y a menudo resulta en algo feo y desagradable, tan solo embellecido por el ejercicio de la cortesía, que engalana y humaniza lo que es tedioso e inhumano. Es fácil de entender: no es lo mismo compartir un rato de conversación con un amigo que compartir la sala de espera del urólogo. Pero yo venía a hablar de la propiedad privada.
Me gusta la propiedad porque me gusta la intimidad porque me gusta la educación. Sé que hay razones más pesadas, argumentos más floridos, y motivos más intelectuales. Da igual. Lo privado es una cortina de hierro contra la zafiedad del mundo y un castillo medieval donde habita la libertad. Lo privado es el espacio donde nadie viene a obligarte a convivir con su mal gusto, ni el tuyo, bueno o malo, colisiona con el equilibrio estético de los demás.
Quizá por eso, mi primer impulso contra el socialismo ni siquiera es ético, sino estético. Tras visitar la Varsovia de 1984, P. J. O’Rourke escribió sobre cómo era salir de copas allí. Después de beber en un par de discotecas con cutrísimos shows de streptease, sentenció: «Para comprender el verdadero significado del socialismo, imagina un mundo donde todo esté diseñado por la oficina de correos, incluso la sordidez». Lo dijo y parecía estar pensando, qué sé yo, en las clases de sexo de nuestro Instituto de la Mujer, que logran que sea más excitante la factura de una funeraria que cualquier cosa sexual.
Tu coche, tu espacio, tu casa, tu dinero. La propiedad siempre se resiente cuando la izquierda llega al poder, y si todavía hay gente que lo celebra es porque, ante un atropello contra los bienes ajenos, siempre tendemos a pensar que el agraviado será otro. Y si eres de los que tragas toda la droga dura socialista sin rechistar, entonces pensarás que el agraviado será otro más rico que tú y que todo, en fin, responde a un razonable robinhoodismo. No es posible ser más vulgar.
Lo aterrador del socialismo no es que sea un sistema injusto y delincuencial, sino su grosería. No hay nada más ordinario que un impuesto, porque no hay nada más grosero que la masa agigantada tratando de abusar de lo que a otro individuo le pertenece, con un poder al que jamás podrá hacer frente en soledad. Todo robo es de una ordinariez irrespirable. Lo es el niño que trinca su bolígrafo favorito a un compañero de clase; lo fueron los patéticos soldados que se repartieron las vestiduras de Cristo; y lo es la izquierda cuando trata de obligar al propietario a poner su piso a disposición de otros. El único robo que puede pasar por cortés y elegante, es el robo de una novia guapa a un imbécil, y es justo el único que tiene mala fama. No entiendo nada.
Lo público, aquello que depende de la Administración, o sea de los políticos, termina siempre siendo invasivo, coercitivo, y desagradable. Hay una enorme diferencia entre acudir a edificios públicos y a sus análogos privados, no siempre en la calidad de los profesionales, sino en la estética soviética de su decoración, que es la propia de algo que no tiene un dueño definido. Cada vez que visito algún registro oficial salgo con la sensación de que está diseñado con la misma arbitrariedad y apatía que la casa de un recién divorciado. Nadie ha puesto demasiado de sí mismo ahí, por lo que el resultado es ese ambiente un tanto tétrico e inhumano que acompaña a la mayoría de las estancias oficiales; lugares en los que, paradójicamente, no se repara en gastos, y en eso también distingues los espacios privados de los públicos, en los que pueden convivir persianas rotas y llenas de mugre del siglo XIX con ordenadores resplandecientes de ultimísima generación, y archivadores amarilleados y roídos de los sesenta con máquinas dispensadoras de cafés con Inteligencia Artificial. Bienvenido a cualquier ministerio, a Correos, la concejalía de lo que quieras, o la biblioteca del pueblo financiada con ayudas europeas.
El grito más grosero del universo lo pusieron de moda los dictadorzuelos bolivarianos, aquel estremecedor «¡exprópiese!», que es tan ordinario como entrar en casa ajena, quitarle las gastadas zapatillas de cuadros a un ancianito, y calzárselas con orgullo de justiciero. Y la verborrea de la extrema izquierda a favor de los okupas representa la cima de todos estos vicios socialistas que atentan contra la moral, sí, pero antes incluso atentan contra el buen gusto.
En la lista de tareas pendientes: poner a dieta al Estado, devolver la propiedad a los propietarios, prohibir los carteles sindicales diseñados con WordArt en los edificios públicos, embellecer la nación.