PABLO MARIÑOSO,
La política en España tiene sus idas y venidas como todo en la vida. Un día abres el periódico y descubres con cara de verano el último exabrupto de Óscar Puente, y otro día celebras que por primera vez en muchos años el número de nacimientos crece en Castilla y León. Son idas y venidas que no deberían sorprendernos pero que nos sitúan, cada vez más, frente a una línea divisoria. Una línea que tiene dos lados, es frontera y muralla, y que pretende custodiar lo de dentro y desechar definitivamente lo de fuera.
Es natural que en las lindes de este trapecio adversativo muchos vean lo bueno y lo malo, y esto me entristece. Es pese a todo la división más natural. La línea a la que nos obliga la política casi siempre actúa como campo de batalla cuando debería funcionar como trinchera. Ahí cabemos todos. Claro que mucho peor sería trazar en el suelo una frontera entre los buenos y los malos, como si pudiéramos personificar, con rostro, estas idas y venidas de la política.
Quizás parezca osado decir que a mí hay mucha gente de nuestro lado de la raya que me cae fatal. No soporto a unos cuantos de los que, se supone, deben batallar a mi lado cuando en el fondo su vanguardia es impostada. Me resulta obsceno tener que aplaudir barbaridades de los nuestros bajo el único criterio de haber caído a este lado de la raya. Parece un argumento poco conservador aquello de aplaudir como bufones cuando, en no pocas ocasiones, el rey parece pasearse desnudo.
Pero mucho menos conservador me resulta la censura automática de aquello que ha caído al otro lado de la línea. Ese «no» ajeno a dubitaciones, el cadalso a lo extraño, el pitido a lo beneficioso. Hay una forma muy española de hacer política que consiste en oponerse por sistema a las propuestas del adversario, y uno se ve votando en contra de leyes justas, censurando ministros estupendos e ignorando el bien, cuando no directamente asaeteándolo. A Carl Schmitt le contesta el mejor candidato que jamás ha tenido VOX, que un día me dijo: «No venimos a oponernos por sistema sino a elevar el sistema». Ea.
Su receta exitosa, que hoy hago mía, pasa por una breve copulativa: celebrar el bien y rechazar el mal. En Altamira, qué sé yo, ya sabían que esto funciona, pero las idas y venidas de la política española han enterrado nuestra propuesta. Es, amén de más recta, más práctica, porque no obliga a censurar al adversario que acierta —pongamos el ejemplo de Pablo Bustinduy— y mucho menos exhorta a aplaudir a quien, de este lado, se equivoca —se me ocurre ahora el nombre de Alvise Pérez—. Es tan sencilla, de hecho, que pronto nos llevará a la alegría, porque en España aún quedan muchos bienes que festejar. Muchos más.