PABLO MARIÑOSO,
Hace algunos días tuve la suerte de pasar un día entero en el monasterio que las monjitas de Iesu Communio tienen en La Aguilera, cerca de Aranda de Duero. Estas hermanas visten un hábito vaquero, cantan y bailan coreografías y cocinan unos dulces deliciosos, todo ello mientras dan gloria a Dios, convencidas de que en todo ello pueden darla. Un día entero rodeado de más de ochenta mujeres inexplicablemente sonrientes me bastó para entender que la vida esconde algo más de lo que todos vemos a simple vista.
Aquel día se casó Almeida y yo empecé a rumiar esta columna y a mediados de semana aún pensé en escribir sobre la hermana del alcalde, simpatiquísima, o sobre aquel chotis desparramado, como de Daviz Muñoz. La analogía con la vida de clausura podría haber quedado estupenda porque ciertamente el matrimonio esconde una clausura, que podríamos llamar intimidad. Una de las hermanas de Iesu me explicó que ellas, pese a su sonrisa, no tenían voto de felicidad, pero que sí lo tienen de obediencia, «que es prácticamente lo mismo». Qué bella metáfora sobre la vida conyugal.
Buscando, así, ese misterio de la vida, topé con una buena conversación, ahora que las terrazas de Madrid quedan bañadas por el sol. La conclusión de aquellos dobles fue algo así como que la vida es un abismo y las mujeres siempre parecen dispuestas a dar el último empujón. Entonces rumié de nuevo, pensando que debía traer a esta columna algún atisbo de genialidad, pero he caído rendido ante mi propia incapacidad. Aún no he encontrado quien me empuje al abismo, más allá de algunos amigos que siempre terminan por antecederme en el salto. Pero no es eso. No es eso.
Por fortuna ayer visité un tanatorio y una mirada rápida, como la de quien se enamora en el metro, fue suficiente para entender que la vida, ahora sí, esconde algo más de lo que todos vemos a simple vista. Andaba yo preocupado por las elecciones europeas y por Bildu en el País Vasco y si me apuras por la incomprensión que muchos suscitamos cuando hablamos de Palestina o de las aguas territoriales de Melilla.
Entré al tanatorio, decía, y qué poderosa verdad esconden aquellas baldosas, siempre enceradas, como si fuera la primera vez que las pisas, como si desearas pisarlas por primera vez. A uno se le pasa la tontería y el afán politiquero cuando comprende que dentro de un ataúd había sueños y familia, y no encuestas sobre el nacionalismo vasco o tuits de veinteañeros. No encontré en el tanatorio pasaportes de vuelta ni preocupaciones banales, no. Visitar un tanatorio te sirve para recordar que fuera de esas puertas giratorias, como de hotel caro, hay mucha vida. Vida en abundancia.
Precisamente por eso no tenía sentido aprovechar la oportunidad que ahora me brindan para criticar la boda del alcalde. ¡Si yo estoy encantado con que se quieran! Tampoco tendría sentido criticar una postura sobre la inmigración, porque nada me gustaría menos que llenar ataúdes de rencillas. Fuera de Twitter hay vida, vida en abundancia. Hay algunos que dejan de alternar con un cambio de cerradura y otros que dejan de torear cuando ya tienen un pitón en la ingle. A mí me ha hecho falta visitar un tanatorio para comprender la alegría de las monjas, el valor de una boda, la bendición de aquella terraza y la insignificancia de un tuit. Aún podemos llenar los ataúdes de cosas que valgan la pena.