EMILIO ALONSO SARMIENTO,
Hace ya un tiempo se organizó un buen follón, cuando Miquel Iceta mencionó la posibilidad de un indulto – después de que la justicia hubiera hecho su trabajo – para los independentistas.
En estos tiempos en que andamos tan airados, y en los que tantos se creen poseedores de la única verdad, y defensores de una acertada moral intransigente. En el que a nadie se le perdonan fallos o errores cometidos en el pasado, como si en la vida ya no se pudiera tropezar y volverse a levantar. En el que ya no se le permite a nadie rectificar ni enmendar su andadura. En el que el odio parece haberse convertido en el sentimiento más generalizado… En estos tiempos… la llamada de Miquel Iceta a la amnistía o el indulto, al perdón en resumen, me pareció muy oportuna y así lo manifesté públicamente. Y la tomaron conmigo.
Puede que yo sea un ingenuo, o que peque de “buenísimo”. Es posible. Pero un par de amigos me reprocharon, que confundiera la religión con la política. Como argumentando que el concepto de perdón es religioso y, por tanto, no tiene cabida en la filosofía política. A ellos querría recordarles, que una personalidad nada religiosa como Hannah Arendt, buscando un remedio que pusiera la vida en común de los hombres, a salvo de su incertidumbre de base, y de sus errores y culpas inevitables, nos explicaba que Jesús encontró ese remedio, en la capacidad humana para perdonar, que se basa asimismo en la comprensión de que en la acción, nunca sabemos lo que estamos haciendo (Lucas 23, 34), de modo que, no pudiendo dejar de actuar mientras vivamos, no debemos tampoco dejar nunca de perdonar (Lucas 17, 3-4). La gran audacia y el mérito incomparable de este concepto del perdón – novedad específicamente política, y no religiosa, de las enseñanzas de Jesús – consiste en que el perdón pretende hacer lo que parece imposible: deshacer lo que ha sido hecho, y establecer un nuevo comienzo, allí donde los comienzos parecían haberse hecho imposibles. Perdonar es una acción que garantiza la continuidad de la capacidad de actuar, de comenzar de nuevo.
Y es que mientras no seamos capaces de zafarnos, de esa trampa mortal de los odios enfrentados, difícilmente los problemas que nos agobian, tendrán una solución pacífica, política. Porque ¿qué es el odio? ¿tiene cura? se preguntaba en su día Ignacio Morgado Bernal (Director del Instituto de Neurociencias, de la Universidad Autónoma de Barcelona). Y se respondía que es como un estado de excitación, de fijación en el odiado, y de deseos de venganza. Puede dirigirse contra individuos, grupos humanos, ideologías o religiones, costumbres o cosas. Muchos odios son individuales, como el odio a la expareja, pero otros son compartidos por mucha gente.
Parece que a las personas que odian no les gusta odiar solas, porque eso les hace sentirse inseguras. La hostilidad hacia un grupo humano diferente, incrementa la solidaridad y cohesión en el propio grupo. El odio es especialmente grave, cuando proclama la condena moral de los odiados, negándoles derechos sociales e, incluso, un buen trato y consideración.
La ideología, especialmente cuando se convierte en fanatismo, es otra poderosa fuente de odio. El adoctrinamiento ideológico, suele responder a odios ancestrales, que interesa perpetuar por intereses económicos y/o ambiciones de poder. Algunos líderes religiosos o políticos, instigan con frecuencia al odio y a la exclusión social de los odiados, señalándolos explícitamente y considerándolos intrusos en su país, o en su particular grupo o sociedad.
Pero una vez que se desarrolla el odio, los líderes que lo han promovido ya no pueden controlarlo, se les escapa de las manos al ganar autonomía, en las mentes de las personas en que ha sido inoculado, y ya no puede eliminarse con facilidad. Lo líderes, de ese modo, acaban siendo esclavos de sus propios predicamentos, pues su audiencia, difícilmente, les dejará rectificar algún día, si por alguna razón lo consideraran necesario.
La fuente moderna de odio – añade Morgado – son las redes sociales, donde el anonimato y el sentido de impunidad, hacen que mucha gente pierda la inhibición a la descalificación, el insulto y la amenaza. Es otro modo de instigar al odio, hacer que las personas se sientan amenazadas o humilladas.
Y ¡ojo! el odio no desaparece así como así, aunque las circunstancias externas cambien. No, no existe fórmula mágica para erradicarlo en sociedades culturalmente diversas y problemáticas. Los procesos que pudieran cambiar o limitar el sentimiento de odio, son lentos y requieren conocer sus raíces, cicatrización, reconciliación, contacto intenso entre las personas, trabajar para compartir proyectos comunes y, sobre todo, humanizar al odiado.
Miquel Iceta parece ser de los pocos que eso lo ha entendido hace tiempo. Hay que trabajar en proyectos comunes, compartidos. Crear una historia del pasado aceptable para todos o, al menos, para una gran mayoría. Humanizar al odiado, dejando de considerarlo perverso, y entender que es alguien que también razona, aunque a veces se extravíe. Y que tiene sus propias ideas y sentimientos, por mucho que ello no le exima de respetar siempre las leyes establecidas, mientras estas no se modifiquen mediante un proceso limpiamente democrático.
Se ha dicho acertadamente, que la gente inteligente puede odiar, pero que la gente sabia no odia nunca. La sabiduría es mucho más que la inteligencia, pues añade bonhomía y generosidad, experiencia y creatividad, además de buscar el bien colectivo y a largo plazo, más que el de una parte o, peor aún, el propio.
Una buena educación para combatir el odio, debería enseñarnos a ser sabios más que inteligentes, pues el odio jamás resuelve problemas, lo que hace siempre es fomentarlos y agravarlos.
Bienvenidos al mundo de los ingenuos, donde habitamos Miquel Iceta y yo.
Pues eso.