Edgar Cherubini Lecuna,
Parafraseando a Paul Ricoeur podemos afirmar que cuando una sociedad se enfrenta al desorden, la ineficacia e incomunicabilidad de los valores y a la falta de horizontes, por carecer de objetivos comunes, se hacen evidentes los síntomas de una crisis de identidad que se manifiesta en la cultura y en todo su quehacer cotidiano. No se trata aquí de profundizar en la identidad del ser venezolano, eso es materia de sociólogos y antropólogos. Somos el producto de un cruce de tres culturas y no podemos borrar que somos hijos de un orden institucional creado por España durante tres siglos, después vienen otras consideraciones.
La idea de estas reflexiones en voz alta es la de preguntarnos sobre la narrativa de los jóvenes nacidos durante el régimen chavista y el por qué de nuestro retraso en alcanzar la modernidad, que en los últimos venticinco años bajo un régimen militarista y pro-comunista denominado socialismo del siglo XXI, se ha manifestado como un vigoroso rechazo a los valores modernos de la cultura occidental, a la razón, a la democracia republicana y al imperio de la Ley. En la misma tónica expresada por Ricoeur, nos preguntamos ¿El no poder avanzar en el desarrollo es consecuencia de una crisis de identidad del venezolano? Según García Canclini (Culturas híbridas, 1990), la incertidumbre acerca del sentido y valor de la modernidad deriva en parte de los vínculos socioculturales en que lo tradicional y lo moderno se mezclan dando origen a una hibridización cultural. “Esa hibridización es la forma en que, tanto las capas populares como las élites combinan la democracia moderna con códigos y relaciones arcaicas de poder que conjugan instituciones liberales y regímenes paternalistas, tradiciones democráticas y gobiernos autoritarios, sazonados con sistemas electorales para elegir a caudillos. Son culturas híbridas que están entretejidas en las causas de las contradicciones y fracasos de nuestra modernización”.
Aunque segmentos de la población han desarrollado conocimientos, razonan y actúan según los valores occidentales, no podemos hablar de haber logrado un modelo de desarrollo sustentable y menos el habernos alineados con las tendencias del conocimiento que en este momento exploran nuevos paradigmas para un futuro que nos dejó atrás hace 25 años.
En medio de profundas desigualdades sociales, en Venezuela coexisten visiones mágicas como la del Estado petrolero benefactor, junto a malas copias de modelos de desarrollo que aún no han logrado posicionar al país con objetivos eficaces. Prueba de ello son los cuarenta años de democracia bajo la premisa del Estado rentista petrolero. A esto se suman los venticinco años de caudillismo y militarismo chavista que no han hecho sino exacerbar el mismo modelo, aunque manejado teatralmente por Chávez, combinando la exaltación del antiimperialismo y la ideología comunista cubana, con una descomunal corrupción. Eso forma parte de esta cultura híbrida que lo único que ha sido capaz de producir es corrupción, destrucción, incertidumbre, desapego, éxodo de millones de personas e inseguridad en todos los sentidos, lo que contradice todo posible sentimiento de identidad. ¿Identificación con qué? Nos preguntamos después de 25 años de fracasos.
Octavio Paz (Tiempo Nublado, 1998), hace historia al abordar esta cuestión, argumentando que en América Latina (podríamos decir lo mismo de Venezuela), a la caída del imperio español, el poder económico se concentró en las oligarquías nativas, y el político en los militares. Si bien, en Venezuela, el régimen concentró el poder militar y económico, primero en Chávez y después en Maduro, creando una infraestructura de corrupción que engulló la multimillonaria renta del boom petrolero, la burguesía criolla, con contadas excepciones, se ha dedicado por generaciones a producir riqueza y extraerla e invertirla fuera del país. El desarrollo industrial que había comenzado en Guayana, durante el período democrático, fracasó por la falta de visión, la improvisación y la corrupción, lo mismo sucedió con la industria petrolera, el sistema de salud pública y lastimosamente la destrucción del sistema educativo. No olvidemos que las poderosas élites empresariales e intelectuales, pese a sobradas advertencias, ayudaron a catapultar a Chávez, pensando en conservar e incrementar sus negocios. En el caso de los intelectuales de izquierda, vieron realizada la “Revolución bonita”, utopía revolucionaria del “se vale todo».
Otra de las causas del fracaso o debilitamiento de las democracias latinoamericanas, según García Canclini, es justamente la falta de una corriente intelectual crítica y moderna, sin olvidar esa inmensa masa de creencias que forman la tradición de los pueblos. Como decía Perez Galdós: “Es más fácil que triunfe una idea verdadera sobre una falsa en la esfera del pensamiento, que triunfar con ideas sobre las costumbres”. Del “Nuevo ideal nacional” (Pérez Jiménez), pasando por la “Democracia con energía” (CAP), “La gran Venezuela” al “Patria, socialismo o muerte” (Chávez), seguimos en las mismas, es decir, retraso, pobreza, exclusión, expolio de las riquezas del país por parte de una minoría que, desde la caída del dictador Gómez cambia de color político o de uniforme militar, pero se enquista en el poder con la misma voracidad, sea por simulacros electorales o por la fuerza.
¿Cuál es la visión de nación y de identidad de los que nacieron hace 25 años?
La hibridación de pensamientos mágicos con ideologías fracasadas ha sido durante los últimos 25 años la tendencia impuesta por Chávez, que no solo ha provocado la ruina del país y la pérdida de los valores éticos, sino algo más terrible aún, la destrucción del lenguaje político, sustituyéndolo por un lenguaje vulgar, onomatopéyico, pervertido, indigno y deshumanizado, donde la violencia, el avasallamiento, el odio, el irrespeto y la indignidad constituyen la estructura de un discurso reduccionista que arremete a diario contra la construcción de la verdad social y la identidad del venezolano, en medio de una colosal corrupción e impunidad.
Nos preguntamos entonces, después de todo este tiempo ¿Cómo relatan estos jóvenes su historia? Porque, según Ricoeur (La construction de l’identité par le récit, 1984), el relato es un productor de significados. Lo que a primera vista parece real o no, deviene en necesidad para la comprensión de su propia historia personal. Al contar, la persona retoma sus decisiones e iniciativas. Gracias al relato toda su vida se perfila junto con las condiciones necesarias para su transformación, cualquiera que sea el hecho relatado. Entonces, ¿qué lenguaje utilizan en su relato? El lenguaje actúa como denominador común de cualquier identidad, es decir, es el instrumento indispensable para construir una visión del mundo y orientar el devenir de una nación. ¿Cuál es la identidad de esos jóvenes? Sin duda, son preguntas inquietantes.
La identidad nacional se construye cuando el individuo se siente parte de una comunidad que comparte las mismas referencias, los mismos valores y el mismo destino. Sobre esto último, Hubert Peres, de la universidad de Montpellier, reafirma la importancia de participar en “una comunidad con un destino”, compartida por sus miembros más allá de los desacuerdos políticos y de la diversidad social. El sentimiento de que el destino individual solo es posible cumplirlo unido al de los otros, aunque piensen diferente, forma parte de la construcción de una nación, que al final no es sino la suma del aporte de las convicciones, fidelidades y solidaridades de cada uno de sus ciudadanos. ¿Podemos afirmar que esto sucede en Venezuela? La respuesta es que, desde hace poco, estamos presenciando el comienzo de la edificación de un discurso que busca unificar al pueblo en un destino común de nación. Sobre esto último, Benedict Anderson (L’imaginaire national, 2006), aporta un concepto que brinda esperanza en medio del caos que padecemos: “Una nación es una comunidad política imaginada”. Esto quiere decir que una nación no es algo ya consumado, sino una dinámica y permanente construcción humana.
Más que lamentarnos y culpar de nuestros males a la historia, al destino o a los actores del pasado y del presente, debemos concentrarnos en definir nuestra identidad como venezolanos y de una vez por todas posicionarnos como nación en el contexto global. Venezuela es un país pletórico de recursos humanos y naturales, donde la democracia se ha levantado y ha sobrevivido pese a formidables obstáculos. Sus ciudadanos luchan incansablemente por sus derechos fundamentales y todos convergen en una sola dirección democrática. Urge a los políticos tomar los valores positivos del venezolano y traducirlos en una propuesta que permita establecer un modelo a seguir para los jóvenes y reafirmarlos en una idea e identidad de nación, en “una comunidad con un destino”. Como Venezuela es el país donde lo inesperado es lo cotidiano, su renacimiento podría sorprender de nuevo al mundo.