ERNESTO ARAUJO,
Las élites occidentales ya no creen en la libertad. Esta es la triste realidad que se encuentra por debajo del gran fenómeno político del mundo contemporáneo, la absorción creciente de modelos de gobierno autoritarios y colectivistas en las democracias occidentales. Para llegar a esto ha sido necesario que se produjera, durante décadas, un cambio radical en la psique occidental, a partir de sus oligarquías intelectuales doctrinadoras. Un cambio gradual que en los últimos años adquirió una curva de crecimiento exponencial y agresiva. Ya no se enseña el valor de la libertad, ya no se la aprende. Se cree que la libertad es un mal —incluso para la democracia—.
De hecho, nos enseñan que las soluciones para todas las cuestiones consideradas como los grandes problemas mundiales y nacionales son invariablemente soluciones que implican menos libertad.
Así pasa claramente con el tema del cambio climático, en cuyo tratamiento todas las políticas propuestas e implementadas consisten siempre en algún tipo de prohibición, desde la alimentación hasta la energía —sea una prohibición directa de consumo, sea indirecta mediante el encarecimiento artificial de un producto—.
Igualmente así, en relación con la pandemia de la Covid y sus ya anunciadas sucesoras: el mesías esperado angustiosamente por la religión globalista es un nuevo virus, o nueva variante viral, que sirva como pretexto para obligar a la gente a someterse a restricciones aún más severas que las de los años recientes.
En la temática de género se trata de destruir completamente la espontaneidad de una libre relación entre las personas en el terreno afectivo o sexual y sustituirla por el monitoreo del Estado, un monitoreo además hipócrita, como se ve al comparar el caso Hermoso-Rubiales con la carta blanca para la violencia y opresión contra las mujeres que se les ofrece a ciertas comunidades en Europa y otras partes. Los musulmanes, sobre todo, se benefician de una enorme y permanente excepción a las normas de la sociedad woke, una contradicción incomprensible hasta percibirse ahí la preferencia dada justamente a una cultura religiosa que parte de principios completamente opuestos a la libertad, al contrario del cristianismo, que trae la libertad en su cierne (véase por ejemplo la epístola a los Gálatas, donde San Pablo asegura que «Cristo nos libertó para la libertad», o la segunda epístola a los Corintios, según la cual «donde está el espíritu del Señor, ahí está la libertad»).
El indispensable combate al racismo, a su vez, se ha vuelto, en manos de la élite globalista, en una promoción del racialismo, la arquitectura de una sociedad basada en el más retrógrado de los principios, el de la raza, con todo tipo de preferencias y discriminaciones cuyo efecto es convertir a todos, de cualquier origen racial, en servidores dependientes de un Estado que administra arbitrariamente los derechos y deberes de cada uno.
La propia democracia, de manera paradójica y trágica, ha sufrido una gigantesca inversión dialéctica —tan típica del marxismo que está en la origen de todo este proceso—. «Democracia» ahora significa, en los países europeos, norteamericanos y latinoamericanos, la «defensa de las instituciones» contra el pueblo, cuya voluntad electoral es considerada peligrosa por los dueños del poder político y jurídico. Bajo el pretexto de combatir al «populismo», se promueve la tiranía de las cortes constitucionales, algunas veces estrechamente coordinadas con un cártel político corrupto dominante en el legislativo y en el ejecutivo, como sucede en Brasil. Para «defender la democracia» se encarcela, se anulan mandatos, se eliminan derechos, se persiguen o se fuerzan al exilio líderes y periodistas que hayan osado confrontar el sistema de corrupción oligárquico criminal-socialista, al mismo tiempo en que se ponen el libertad los políticos antes condenados por saqueo a los recursos públicos.
En todos esos temas, la «solución» diseñada por las élites occidentales incluye una brutal supresión de la libertad de expresión, que está en la base de todas las demás libertades cuando se vive en la sociedad de la información. El planeta, la pandemia, el género, el racismo, las instituciones “democráticas” —todo es utilizado para justificar la censura generalizada, la persecución y prisión de periodistas y voces disidentes, voces que simplemente quieren compartir informaciones y preguntas, sea sobre la temperatura, sea sobre la ivermectina, sea sobre la corrupción gubernamental en sus relaciones con el crimen organizado, sea sobre los abusos judiciales y tantos otros temas— que algunos años atrás eran de libre discusión, y que ahora se han vuelto de inmediata exclusión.
Y en todos esos campos asistimos hoy al fortalecimiento de los Estados y el debilitamiento de la sociedad. Ya no hay, ya no se permite —en nuestras democracias— una sociedad civil que no esté bajo la tutela del Estado con sus lock-downs, sus cámaras, sus monedas digitales, sus mascarillas y sus Agendas 2030, su «desarrollo sostenible» que sostiene todo… menos la libertad.
No, nuestras élites no creen en la democracia y por eso implementan paso a paso un sistema de gobierno que en último término es el modelo chino —que muchos elitistas «demócratas» consideran más eficiente que la propia democracia—. Esa China que admiran y a la cual frecuentemente sirven, esa China cuyo dinero conquista cada vez mejores amistades y eternas fidelidades en Occidente. Esa misma China que curiosamente está siempre exenta de las imposiciones suicidas provenientes de los acuerdos del cambio climático, donde se sigue comiendo carne y quemando petróleo. El país al que no se obliga aceptar inmigración ilimitada ni que respete sus minorías étnicas y religiosas. El dinero chino compró el silencio de la élite occidental sobre el Tíbet, sobre los uigures, sobre los mismos chinos sometidos a la tiranía más invasiva de la tierra, y ahora ayuda a financiar y modelar la represión impuesta por esas mismas élites contra sus propios pueblos.
No creen nuestras élites gubernamentales e informativas tampoco en la libertad como concepto filosófico. Son profundamente materialistas y mecanicistas en su visión del ser humano. Ven al hombre como un agregado de moléculas, un reactor automático a estímulos, un transmisor potencial de virus que hay que vigilar permanentemente. No creen en el ser humano ni mucho menos en la apertura del hombre hacia un más allá espiritual, justamente porque en ese más allá es donde radican los valores fundamentales de justicia, libertad, compasión, belleza, honor y todos los que hacen la dignidad humana. Mantener abierta una comunicación cada día más estrecha con ese mundo de los valores es quizá nuestra única esperanza.