Marcelo Duclos,
“¡Es una locura! ¡No se ha hecho en ningún país del mundo!”, asegura (por ahora) la gran mayoría de la gente. Algunos, los que viven de la política, lo dicen por propio beneficio. Sin embargo, muchos comunicadores, docentes y ciudadanos de a pie repiten la tesis por ignorancia o por telarañas intelectuales que les impiden ver un poco más allá. Lo cierto es que no es una locura la idea de cerrar el banco central. Tiene todo el sentido del mundo.
Más allá de las sabias lecciones de Karl Popper, que nos recuerdan que no debemos caer en vicios historicistas de creer que hay futuros inevitables, lo más probable es que la estafa del monopolio monetario se termine tarde o temprano. Cuando eso ocurra, que seguramente será producto de la enseñanza que dejen los primeros casos de éxito, el mundo comenzará a recordar la época de la banca central con la misma distancia con la que hoy miramos a los tiempos donde se creía que el rey absoluto era el enviado de Dios a la Tierra, al que había que obedecer al pie de la letra.
Para comenzar a analizar la cuestión, vale desmontar la falacia que no existe economía sin banco central. Cuando se argumenta el funcionamiento de países como Ecuador, y sus mejoras con el dólar en comparación al tiempo del sucre inflacionario, la respuesta de la mayoría negacionista se refleja de esta forma: tienen otra moneda emitida por otro banco central. Es cierto, las monedas fiduciarias de los países (que no tienen respaldo alguno más que su valor en el mercado) son en su gran mayoría emitidas por sus monopolios monetarios (salvo raras excepciones de exitosas monedas privadas).
Pero la comprobación que se puede vivir sin banca central no es la existencia de países dolarizados o con monedas comunes como el euro (que fue un escenario superador a la instancia previa de diferentes monedas más inflacionarias). La evidencia que no es una locura la idea de prescindir del monopolio de la moneda es la existencia y funcionamiento de la economía más grande del planeta: la economía global. Allí no hay normativa más que la libre aceptación o rechazo de la moneda que se utiliza. El mismo mercado recibe o va descartando, según el desempeño de cada una.
Yendo a la cuestión de cada país, donde los gobernantes tienen más incentivos de hacerse del dinero impreso que de cuidar el valor de la moneda de los ciudadanos, aceptar la banca central es la contracara de una moneda que sus partidarios no reconocen: que el valor de cada billete, que debería ser propiedad privada de cada tenedor, está sujeto al impune robo silencioso de la maquinita multiplicadora.
Históricamente, la falsificación monetaria es gravemente penada por una cuestión muy concreta: la inflación inevitable y el colapso total de la economía. En la Segunda Guerra Mundial, Hitler planeaba inundar el Reino Unido con libras esterlinas falsificadas para dañar el funcionamiento económico de uno de sus principales rivales. En la actualidad, el kirchnerismo utiliza un arma pensada por los nazis como una política pública, que encima reivindican.
Aceptar una inflación de, por ejemplo, un 20 % anual (sin ir a casos extremos como el venezolano o el argentino), es sinónimo de comprar una casa de cinco habitaciones en enero y que el Estado le expropie una en diciembre. Lo primero está socialmente aceptado, pero lo segundo parece absolutamente inadmisible. Lo cierto es que es lo mismo. Cada vez más personas en el mundo (incluso en los países de monedas más sólidas) van aprendiendo las lecciones tercermundistas sobre los recaudos que deben tomar, para no perder demasiado en materia de nivel de ingresos.
Algunos economistas, incluso en las filas de los denominados “ortodoxos”, aceptan esta situación y la asemejan a la adquisición de bonos en el mercado, que pueden subir o bajar su valor. Sin embargo, la analogía es incorrecta. Esos activos son voluntarios y su eventual revalorización o devaluación depende de la libertad de los agentes económicos. Es decir, las personas y sus decisiones. En materia de banca central, el político decide emitir para conseguir recursos y el ciudadano en el corral del curso forzoso se hace más pobre. Claro que los más castigados son los asalariados de ingresos fijos y los jubilados.
Pero como si el desastre inflacionario no fuese suficiente, la banca central termina complicando aún más las cosas cuando intenta corregir los desajustes de la expansión monetaria generada, tan delictiva como irresponsable. Vale recordar que el monopolio monetario, además de «la maquinita» y la potestad de ser «prestamista de última instancia» -que hace a la banca «privada» una elite privilegiada en comparación al resto de los mortales- , tiene el manejo de la tasa de interés. Como bien advierte Alberto Benegas Lynch (h), al manejar estas variables el error es inevitable. El banquero central puede generar el daño por encargo del presidente o equivocarse de forma autónoma, en caso de funcionar con «independencia».
Ludwig von Mises explicó muy claramente como el sistema socialista falla cuando la economía se queda sin precios, al abolir la propiedad privada. Pero no hace falta ir hasta el extremo de quedarse sin las señales que emiten los precios para ensuciar el funcionamiento de la economía y la eficiente asignación de recursos. Al expandir o contraer la masa monetaria o al subir o bajar la tasa de interés, los vicios que corroen los experimentos socialistas que se llevan al extremo aparecen también en las economías capitalistas en menor medida, pero aparecen.
La falta de información que genera las filas y el racionamiento en los países comunistas tienen la misma raíz que las burbujas que explotan en las economías más libres. De la misma manera que la cantidad de dinero debe estar regida exclusivamente por su oferta y demanda, la tasa de interés tiene que reflejar el ahorro que tenga lugar en la economía. Cuando se sube artificialmente la tasa de interés para «secar» al mercado del excedente monetario inflacionario, la gente de a pie se queda sin el crédito que suele «chuparse» el Estado. Cuando se baja arbitrariamente para «ayudar» a la economía (y no por un incremento en el nivel de ahorro) los agentes interpretan que ciertos negocios son rentables (y en realidad no lo son) y la mala asignación de recursos comienza su peligroso curso envenenando las variables económicas. El «chiste» termina cuando llega la inevitable corrección y explotan las burbujas que no se tendrían que haber inflado en primer lugar. Cuando esto ocurre los millonarios pierden un porcentual de sus fortunas, pero los que menos tienen quedan en la calle totalmente desamparados.
Cuando uno logra comprender a fondo las advertencias de Mises y la escuela austríaca llega a la conclusión que los desajustes de la banca central en los países capitalistas conllevan el ADN de los vicios que hacen inviable al socialismo marxista.
Resulta un tanto contrafáctico mostrar la evidencia ineludible que la banca central ha sido la mayor creadora de pobres en el mundo por una simple razón. Su aparición es cercana a la multiplicación de riqueza que tuvo lugar en el mundo luego de la cosecha de los frutos de la revolución industrial y la explosión del capitalismo. Ese fenómeno incuestionable (hasta por Marx) que terminó con el mundo de una gran mayoría de pobres y pocos ricos acomodados que vivían mucho peor de lo que hoy vive alguien de «clase media baja».
Eventualmente proliferarán fenómenos como el Bitcoin, reediciones de monedas convertibles a metal o incluso dinero emitido por entidades privadas, que tendrán mejores incentivos a producir moneda sana que demande el mercado. Desafortunadamente, parece que para ir explorando las alternativas hace falta ir al colapso total del dinero fiduciario. Sea como sea, el futuro que combine los beneficios de la innovación de la economía libre con monedas que no puedan ser falsificadas por los Estados, seguramente sea un mundo que deje atrás la pobreza, aunque esto parezca hoy una utopía. Sucederá el fin de la miseria de la misma manera que quedó enterrada en los anales de la historia la esclavitud a la que no queremos volver. Pero para avanzar en esa dirección hay que empezar a tomar distancia de ciertos dogmas establecidos, principalmente por sus beneficiarios directos.
¿Hay que cerrar el banco central? Claro que sí. Lo antes posible, mejor.