Victor H. Becerra,
Mucho se ha discutido estos días sobre los sorpresivos resultados de la elección presidencial mexicana. Sorprendentes para muchos, incluyendo a quien esto escribe.
Finalizado el recuento de votos, resultó que Claudia Sheinbaum, la candidata del oficialismo, obtuvo casi 36 millones de votos, 59,3 % del total, más del doble de su principal rival, Xóchitl Gálvez, abanderada de la coalición de los tres viejos partidos históricos, a quien ganó por más de 30 puntos porcentuales y superó en todos los estados de la república, salvo Aguascalientes, uno de los cinco estados menos poblados del país. El oficialismo también ganó siete de los nueve gobiernos estatales, incluyendo la Ciudad de México, Veracruz y Yucatán, que hasta el final se consideraban como muy posibles triunfos de la oposición.
Y pues resultó que las encuestas que generaban tanta suspicacia, finalmente tenían la razón, al pronosticar el triunfo de Claudia Sheinbaum. Aunque si se quisiera ser más precisos y rigurosos, en realidad el ganador fue López Obrador, quien buscó convertir la contienda en un especie de referendo de su gobierno. Las encuestas aparecidas con posterioridad, reflejan que buena parte de los votos de Sheinbaum, se debieron a la popularidad del propio López Obrador y no a la oferta o al atractivo de la candidata oficialista.
Pero si se quiere ser aún más rigurosos, tal vez sea necesario decir que ni siquiera ganó López Obrador el 2 de junio, sino el gran poder del dinero público, convertido en programas sociales, y la extorsión y la presión gubernamentales sobre los beneficiarios de las ayudas sociales: 70 % de los electores de Sheinbaum fueron beneficiarios de tales programas sociales.
Al respecto, durante cada año de gobierno de López Obrador, fue creciendo el monto de tales ayudas sociales, en detrimento de muchísimos rubros del gobierno: así, muchos pobres dejaron de recibir servicios de salud o educación, por ejemplo, pero a cambio se les entregaban mensualmente 3000 pesos en efectivo (aprox. 170 dólares). En el manejo de tales programas no existen padrones reales, verificados ni auditados, por lo que están sujetos a una alta discrecionalidad, desvíos y corrupción.
Tales recursos son repartidos por los llamados «Servidores de la nación», un ejército de más de 20000 promotores del voto de Morena y de la popularidad de López Obrador, que operan en todo el país, y que obedecen directamente al propio presidente, manejados desde una oficina anexa a la suya en el Palacio Nacional, con un sueldo de alrededor de 600 dólares al mes, encargados de dispersar 600 mil millones de pesos (35 mil millones de dólares) de los Programas del Bienestar entre 28 millones de beneficiarios.
Durante el proceso electoral se dieron a conocer muchos incidentes que apuntaban al manejo electoral de tales apoyos, como la llamada «Operación Pensión», en la que el propio gobierno de la Ciudad de México conectaba la distribución de los apoyos con el objetivo de canalizar votos para el partido oficialista, Morena.
A ello súmele la propaganda oficial que afirmaba que tales apoyos se terminarían si la oposición ganaba. Además, durante semanas, meses e incluso años, ese ejército de López Obrador, estuvo visitando personalmente a cada beneficiario, en una operación similar a la de una mafia, para advertirle que ese dinero era dado únicamente por la generosidad de López Obrador y que si no quería perderlo, debía votar por Sheinbaum y Morena. Frente a ello, las autoridades electorales prefirieron no ver ni actuar, para no malquistarse con el gobierno ni con el presidente (al respecto, no está mal recordar aquí, que la presidente de la máxima autoridad electoral, el INE, tiene a una decena de familiares directos trabajando a las órdenes de López Obrador).
Por ello no sorprende lo contundente de la victoria de Sheinbaum y de su partido, que incluso les alcanzó para tener casi mayoría calificada (la mayoría de dos terceras partes) en las dos cámaras del Congreso, indispensables para realizar cualquier cambio constitucional. Por ello la discusión presente en estos momentos en México, de Morena y aliados buscando asegurar tal mayoría calificada con subterfugios legales para realizar un cambio profundo en el régimen, difuminando sus rasgos republicanos, y acercándonos a regímenes de mayorías despóticas y sordas, tipo Cuba, Venezuela o Nicaragua.
Ahora es muy fácil atribuir la derrota electoral a los supuestos errores de la oposición o a la mala imagen de los partidos opositores coaligados. Pero un mínimo de probidad exigiría apreciar cómo el triunfo de Sheinbaum se asentó sobre la extorsión y la compra del voto, en una maniobra administrada desde la propia Presidencia del país. E incluso tal vez sobre la presión del crimen organizado: los 50 municipios más inseguros y violentos del país, muchos gobernados por Morena, decidieron extrañamente dar su voto a ese partido, a pesar de sus niveles de inseguridad y violencia.
En los días inmediatos a la elección, se comentó mucho la posibilidad de un fraude el mismo día de los comicios. Realmente no hay pruebas concretas de que haya habido un fraude en la emisión de votos o la puesta en marcha de un algoritmo para falsear los cómputos oficiales. Si hubo fraude, éste se verificó antes del 2 de junio, y tuvo más que ver con el miedo y el chantaje a 28 millones de beneficiarios de programas sociales, además del desprestigio y el miedo diario que López Obrador lanzaba sobre la oposición cada mañana, y la inacción de las autoridades electorales frente a esas irregularidades.
La elección presidencial en México del pasado 2 de junio fue una elección de Estado. Y si bien el triunfo de Sheinbaum es legal, realmente no es legítimo. Cabe decir: si a una persona que roba se le dice usualmente «ladrona». En México, durante los próximos seis años le llamaremos «presidente».
Los votantes mexicanos, de golpe y porrazo, el pasado domingo 2 de junio, nos devolvieron al régimen de hegemonía, corrupción, abuso y autoritarismo políticos como el que durante siete décadas ejerció el PRI, bajo su llamada «dictadura perfecta», legitimada ahora en las urnas. Los primeros pasos de la nueva presidente y el abuso de sus correligionarios para asegurarse una supermayoría que no le otorgaron los votos y el anuncio de López Obrador de realizar 18 reformas mayores antes de acabar su gobierno, reflejan perfectamente esas características dictatoriales en la acción futura del nuevo gobierno y su partido, lo que no son buenas noticias para México ni los mexicanos.
Ante el anuncio de las reformas constitucionales de última hora que intentará López Obrador y la posibilidad de una supermayoría que acabe con la división de poderes o reescriba/sustituya por completo la Constitución del país, cabe prestar atención a las palabras de Hans-Hermann Hoppe:
«Cuantas más leyes en papel se han producido, más incertidumbre legal y riesgo moral se ha creado, y la anarquía ha desplazado a la ley y el orden».