Los plebiscitos son motivo de polémica entre los constitucionalistas. Lo explica Ángel Garrorena a propósito del referéndum para la transición española. Los revolucionarios franceses, discípulos de Rousseau, sostenían que los representantes elegidos por el pueblo eran meros proyectistas de leyes que no adquirían vida sino cuando el pueblo, directamente, las aprobase. Se recrea, así, la democracia directa de los griegos e imposible de realizar en el mundo contemporáneo salvo en circunstancias de excepción. Mientras los suizos dejan en manos del mismo pueblo la iniciativa referendaria, sus vecinos, los franceses la sujetan a las alcabalas del poder constituido.
La dialéctica entre democracia popular y representativa se resuelve a partir del siglo XIX. A partir de la república de Weimar se favorece la representación democrática admitiéndose la consulta popular como eslabón ante la ineficacia de los parlamentos parsimoniosos. Max Weber la califica como “instrumento de desconfianza frente a parlamentos corrompidos”. Todas las constituciones del Viejo Mundo acogen esa complementariedad, consagrada como paradoja en pleno siglo XXI, por la Carta Democrática Interamericana. ¡Y es los partidos y parlamentos hacen aguas!
La consulta plebiscitaria, no obstante, ha sido el as de los gobiernos autoritarios y los de vocación cesarista por tratarse de un instrumento simplificado que impide al elector discernir sobre alternativas o juzgar las particularidades de un paquete cerrado de ideas que se le ofrece. Debe tomarlo o rechazarlo. No por azar Honoré Daumier, en célebre caricatura suya del mismo siglo XIX, ante la pregunta de un campesino a su alcalde sobre el significado de la palabra referéndum, éste contesta que es la expresión latina de “Sí”.
De Gaulle, por ende, dirigiéndose a los franceses después de invitarlos a plebiscito en 1961, afirma que es él a quien han de contestarle, pues se trata de una cuestión entre él y su pueblo. Eso hace Hugo Chávez cuando al margen de las instituciones convoca al pueblo, para evitar negociar dentro del Congreso electo junto a él en 1998. Luego repetirá hasta la saciedad la frase de Napoleón cuando llama a consulta popular: “sólo es posible o esto o yo, escoged”. Si no soy yo, agregaba, viene la catástrofe.
Pues bien, las consultas o referéndums o plebiscitos son técnicas neutras, pero técnicas preferidas por los políticos autoritarios interesados en simplificar las opciones del pueblo, limitándolo en su discernimiento – ese que sólo tiene lugar en elecciones informadas, donde se confrontan programas – y obligándolo a decir Si o No. Es útil, sin embargo, a la hora de superar fuertes divisiones en la opinión pública. Y puede valer y vale mucho como técnica de escape en la democrática representativa, o en el marco de dictaduras según sea el contexto y su sentido finalista.
Para evaluar la legitimidad política de una consulta popular entre demócratas, al cabo habrá de tenerse presente su discernimiento antropológico. Los demócratas verdaderos respetan la dignidad humana del consultado. No lo manipulan ni le ocultan los propósitos utilitarios de la consulta. Seguidamente ha de comprenderse cabalmente su contexto, pues formalmente, como en Cuba, sólo son válidos los plebiscitos autorizados por el poder constituido. Pero la historia patria latinoamericana enseña que al desmoronarse un reinado y una constitución vuelve al pueblo el ejercicio soberano, sin más. Fernando VII es el paradigma. De allí que, la opción de la consulta, por último, ha de innovar si quiere obviar la petrificación normativa impuesta por el poder y no caer en su trampa.
La resistencia alemana ante el nazismo, no lo olvidemos, logra reconstruir a la nación pues conservó su discernimiento y supo diferenciar entre el derecho «válido» del nacionalsocialismo y su injusticia palmaria. Una recolección de firmas, un acto de movilización efectiva, un ejercicio de voto fuera del control electoral dictatorial es o puede volverse, en la circunstancia, un acto plebiscitario incuestionable, capaz de romper las cadenas.
Fuente: Diario las Américas