Hughes,
Instantes antes de su discurso, aún padecía Tamames el encarnizamiento fotoperiodístico, los objetivos centrados en las expresiones de cansancio de un octogenario y, por supuesto, el encarnizamiento liberalio, pepero, tertuliano, meñiquero, ciudadano, repelente en suma, de quienes estuvieron semanas cargando contra el economista que iba a dar, con un tono nuevo, que sonaba más nuevo que antiguo, un discurso excelente. Fue, como él dijo, una «meditación parlamentaria». Podríamos considerarlo, con título azoriniano, una hora de España, porque Tamames, con su ego, con su edad, con su biografía a cuestas, como todo el mundo, con esa circunstancia vital que hay que respetar y comprender aun más que la ideología ajena si uno ha de presumir de talante liberal, dio uno de sus «últimos tributos» al país, a las «posibilidades españolas», que sería un gran título o unas buenas palabras en torno a las que reunir cualquier iniciativa patriótica.
Tamames habló desde su «atalaya económica», como académico, catedrático y técnico del Estado, no como uno de sus chupópteros, y en ese rasgo antiguo se percibía una vieja forma de patriotismo, no solo el amor humilde al país, también la lealtad técnica al Estado.
Contó que la espoleta, su chispa ciudadana, se encendió con la manifestación de hartazgo, una de tantas, en Cibeles por las vejaciones que sufre el español en Cataluña, con permiso y se diría patrocinio del gobierno. Aversión, habló de aversión, degradada ya la palabra odio; y desde esa atalaya y con el impulso de estar ante lo inaceptable, inició un repaso a la situación española, dio el diagnóstico docto de alguien estudioso de la cosa pública. Repasó, con afán estructural, los grandes problemas: la memoria histórica que los ocasionará aún mayores, el distorsionado entendimiento de la Guerra Civil, la sobrerrepresentación electoral del separatismo, y que sean los separatistas, partidarios del uso de una cierta violencia que no dudó en mencionar, los apoyos del gobierno; denunció las excesivas prerrogativas del ejecutivo, la inseguridad jurídica de distintos colectivos o la corrupción de los diputados metidos a logreros, antes de entrar en el ámbito económico, primero con la denuncia de un estatalismo esclerotizante que deja al gobierno como primer empresario y primer sindicato, el estancamiento del paro, del PIB, la anomalía de una recuperación inexistente, la ausencia de política industrial, la desigualdad que denuncia Gini o los problemas de una Seguridad Social a cuyos teléfonos no responde nadie. Tamames, como un heredero último de Costa, habló de las infraestucturas naturales, de las aguas, de los trasvases, de los montes, de los bosques, de los ríos, de todas las capas, membranas, dimensiones españolas y tras lo natural, habló de su población: el suicidio demográfico, los problemas de sanidad, de educación, vivienda…
Pero destacaría dos asuntos sobre los demás. Al hablar de los montes y los bosques, propuso la creación de un cuerpo de voluntarios ecológicos que implicando a «jóvenes urbanos» se esfuerce en «favorecer la conservación de la nación». ¿Por qué sonó tan importante? Traslucía una preocupación por la tierra, por la dimensión física del país, y exigía un movimiento no sólo estatal sino ciudadano, solidario, una solidaridad de retorno al campo. Podíamos encontrar en ello el gran punto en común con la primera moción de censura de Vox, en la que Abascal presentó, y parece haberse olvidado, un gran programa de regeneración forestal de España. Tamames volvía a esa idea: no sólo proteger la nación, hecho político, jurídico e histórico, también garantizar la reproducción de sus gentes y sus árboles (¡compatriotas quietos, verdes, españoles también, silenciosos y generosos!).
La regeneración forestal, pareciendo poco, era mucho, y el otro gran asunto en el que Tamames se detuvo fue la política exterior y lo dijo muy claro: «No son temas lejanos, es nuestra historia»; la entrega del Sáhara, la inteligencia secreta con Marruecos, el olvido de los vínculos, dignos de exaltación, con naciones hermanas como México, y la defensa española ante la Leyenda Negra, de la que dio ejemplo al recordar la inhumanidad del Imperio inglés en la India o la hambruna de Bengala. «Nuestro admirado Churchill», dijo, y fue, allí mismo, un acto de insubordinación fundante del que tantos deberían aprender. Pero ¿cómo podía ser de otra manera? Hubiera sido decepcionante, y sobre todo atroz, que Tamames hubiera terminado su mirada al momento español cayendo en una lacayuna y cateta sumisión intelectual y política al angloimperialismo, en cualquiera de sus edades. Fue más allá Tamames y venido arriba admirablemente reclamó Gibraltar («una cuestión de dignidad») y criticó la situación actual de la UE y que Estados Unidos —¡oh, anatema!— «haya traído la guerra de Ucrania». Tamames fue mucho más allá de la censura a Sánchez y realizó una desaprobación general a la actual política española en su conjunto, pues la política exterior no es un añadido, no es un complemento, sino la cuestión más importante ya que resume nuestra situación en el mundo y en la historia. La coordenada de la hora española la da su política exterior, que no es el final moldeable de una posición cualquiera, sino el principio, el fundamento.
Todo esto lo hizo Tamames con un tono admirable y cortés, culto y pausado, bienhumorado, citando autores y episodios históricos con una flexibilidad sin programa. ¡Cómo se notaba en él lo no partitocrático! Sólo una inteligencia, libre, dando su visión de España. Ese tono suyo debería inspirar también a Vox. Hacerlo suyo, incorporarlo en lo posible. En Tamames hablaba la inteligencia y la españolidad de un modo que, siendo firme, resultaba más abierto, flexible y superior por razón y experiencia. Nada tajante y, se diría, transversal. Vox no debería permitir que de la voz racional se volviera a apropiar el temible complejo centrista-afrancesado.
Aunque nadie debería engañarse sobre Tamames. Habló un admirable ser sistémico. Todo lo que el 78 quiere y puede ser. Su concepción más generosa y expansiva. Comenzó citando la huelga estudiantil del 56, en la que situó un origen de la Transición y el espíritu del Consenso, y acabó recomendando el libro de Margallo, con otra llamada a lo mismo. En Tamames, como ya pensábamos, habló el 78 sus últimas palabras inteligibles. No habló algo anterior, excesivo o alternativo. Vimos al 78 dirigiéndose a sus hijos, a sus nietas. Y en su intervención previa, Abascal ya había revelado cuál es el estado actual de la cosa: Feijoo no estaba y Sánchez estaba, pero faltando a toda cortesía parlamentaria, a la deferencia mínima de la lógica. Ahí el régimen: el mutismo de uno y la mentira caótica y escurridiza del otro. El plante de Feijoo y un «debate absurdo» con Sánchez, que escuchaba todo con caras de desdeñoso cinismo, encarnada en él, quintaesenciada, toda la corrupción moral de cuatro décadas. Cuando hablaba Tamames sí tuvo el cuidado de dejar sus muecas, pero entonces ¿qué se vio? Un rostro casi idiota, una expresión vacía, ufana, que expresaba un salto no tanto generacional como cultural, neuronal: la incomprensión entre Tamames y la cámara, entre el 78 y su descendencia.
La incomprensión fue aún mayor, rozó lo delirante, cuando Tamames tuvo que escuchar a Yolanda Díaz. «Somos un país movido por la energía emancipatoria de las mujeres». Se le abría la boca a Tamames, se le descolgaba la mandíbula —¡atentos, fotógafos!—, era el 78 boquiabierto ante sus hijos e hijas, nietos y nietas.
Ése fue el gran éxito, que lo fue, de la moción. Tamames recordó un estilo, una forma de ser, y su rechazo general retrata al régimen difunto.