viernes, julio 26, 2024
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La democracia

ASDRÚBAL AGUIAR,

Hemos ingresado a otro ciclo de treinta años – tras el iniciado en 1989 que concluye con la pandemia de 2019 – que puede o no ser de descreimiento político, de reconstrucción o quizás de profundización en el fenómeno deconstructivo sin columnas que conoce y viven nuestras pocas democracias. En Venezuela está todo por rehacerse, como en Cuba y en Nicaragua, y no porque se haya hecho presente, necesariamente, el adanismo entre sus gentes.

Que los chinos y los rusos, en la antesala de la guerra de agresión emprendida por “ambos” contra la nación ucraniana hayan afirmado que la democracia ha de quedar reducida a lo doméstico si aspiramos a tener paz en este lado del planeta, es motivo más que suficiente para que reavivemos, en una línea de mínimos, el método socrático; para que hagamos privar la intuición intelectual sobre el porvenir de la democracia y luego se verá si le llega su ocasión al método platónico, analítico y de razonamiento científico.

Pero tal postulado, radicalmente deconstructivo – mientras se fortalecen política y económicamente las civilizaciones de Oriente y más allá de las consideraciones puras que se recogen en mis escritos, comenzando por el discurso que pronuncié ante la Academia de Buenos Aires en 2006: “El derecho a la democracia” – ahora me han llevado a revisitar el extenso conjunto normativo sobre la materia generado en Occidente. Sus predicados resumen al patrimonio intelectual de nuestra ya milenaria civilización, por lo demás afirmado tras la amarga e inenarrable experiencia del Holocausto.

El índice de ese conjunto es amplio y decidor. Hará parte de un nuevo libro sobre la democracia, en cuya edición avanzo. Pero permítaseme decir que, en el ámbito de lo universal, así no quisiesen o no pudiesen las potencias garantes del orden mundial hablar concretamente de la democracia desde 1945 y hasta después del derrumbe comunista, cuando predican las «democracias nuevas o restauradas», sus documentos fundamentales mal pudieron ocultar el carácter inexcusable de ese orden de libertades para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales.

No solo en los considerandos fundacionales de la UNESCO ello se constata, sino que, la misma Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 admite que estos derechos sólo pueden asegurarse en el marco de otro derecho esencial, a saber, el que “[t]oda persona tiene derecho a que se establezca un orden social internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”.

En modo alguno pretendo que se prediquen ahora dogmas globales respecto de la experiencia de la democracia, pero sí que se le salga al paso a la deconstrucción que de ella y de los derechos de la persona que le dan su contenido avanza raudamente, volviéndola algo subjetivo y al detal. Jacques Maritain (1882-1973), filósofo cristiano, uno de los mayores exponentes del pensamiento tomista del siglo XX y jefe de la delegación francesa ante la II Conferencia General de la UNESCO que debatiría sobre las bases de la Declaración Universal mencionada, desde antes y en documento que suscribe en Roma en 1947 consigna postulados útiles e imprescriptibles para la consideración y relectura actual del derecho a la democracia:

“[E]n la mente de unos y otros – según las familias espirituales, las tradiciones filosóficas y religiosas, las áreas de civilización y las experiencias históricas – derivan de conceptos teóricos extremadamente distintos o hasta fundamentalmente opuestos. No sería seguramente fácil, pero sí sería factible, el dar con una formulación común de esas conclusiones prácticas, dicho de otro modo, de los distintos derechos reconocidos al ser humano en su existencia personal y en su existencia social. En cambio, sería completamente ocioso el buscar a esas conclusiones prácticas y a esos derechos una justificación racional común. (…) Una declaración de los derechos del hombre no podrá ser jamás exhaustiva y definitiva. Siempre será función del estado de la conciencia moral y de la civilización en una época determinada de la historia” (UNESCO, Los derechos del hombre: Estudios y comentarios en torno a la nueva declaración universal, FCE, 1949).

Junto al valor paradigmático de la Carta Democrática Interamericana de 2001 – que consagra a la democracia como derecho de los pueblos y sólo la sostiene en pie la Corte Interamericana de Derechos Humanos – como obra de un proceso evolutivo intelectual que arranca tras la Declaración de Santiago de Chile de 1959 fijando los elementos sustantivos de la democracia (el imperio de la ley, las elecciones libres, la prohibición de la proscripción política, la libertad de expresión y de prensa, la alternabilidad en el ejercicio del poder y la tutela judicial de los derechos humanos), tiene similar o mayor relevancia por su origen democrático representativo y no sólo gubernamental el texto de la Declaración Universal sobre la Democracia adoptado por la Unión Interparlamentaria Mundial en 1997. Ésta la sitúa como ideal – dado el principio mismo de la perfectibilidad de la persona humana – pero igualmente como derecho de orden universal, basado en los valores comunes del mundo, “cualesquiera que sean sus diferencias culturales, políticas, sociales y económicas”.

Sensiblemente, que la Constitución de Europa redactada bajo la dirección del expresidente francés Válery Giscard d’Estaing en 2003 haya obviado toda referencia a la fuente cristiana de Occidente, volviendo su mirada a la Tierra para avanzar hacia la diferenciación democrática mediante su mera adjetivación formal – representativa, participativa –significó, ciertamente, un punto de inflexión. Así como los americanos predican hoy el desencanto con la democracia para darle empuje a los “autoritarismos electivos”, los europeos, desde entonces, se muestran avergonzados de lo que son: “Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios principios básicos”, les ha dicho Joseph Aloisius Ratzinger en 2005, el último doctor de la Iglesia, sucesivamente elegido como Benedicto XVI.

Fuente: Diario Las Américas

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